lunes, noviembre 05, 2007

Secos y húmedos

En estos pagos hay dos bandos: el de los secos, digamos – haciendo sociología fantástica - que un sesenta o setenta por ciento de la población nacional (en que me cuento: sólo alguna cerveza o vino muy de vez en cuando) y el de los húmedos muy húmedos, o sea algo así como el treinta o cuarenta por ciento restante.

Hasta hace relativamente pocos años, una o dos generaciones atrás, determinado tipo de entusiastas hábitos alcohólicos no estaban demasiado bien vistos por aquí. De hecho, ingestas normales para cualquier almuerzo o reunión de amigos en las Uropas, Estados Unidos o el Caribe todavía pueden ser contempladas en ciertos ámbitos como propias de despreciable bacante.

Se conocen en la actualidad más sommellieres y enólogos, o personas que dicen serlo, que nunca antes en nuestra historia. Jamás pasé de distinguir al vino con cuerpo, uva fermentada, del alcohol etílico con tintura del tipo del celebrado vino de mesa "Soy Cuyano", de feliz memoria en los estrados de los Tribunales de la Injusticia Ordinaria en materia Penal de la Provincia de Buenos Aires. Los duchos en visitar bodegas afirman por su parte ser capaces de distinguir una cepa de otra por los olores, sabores, y no sé cuántas características más. O carezco de toda sutileza sensorial, o mucha gente hoy día abusa del clonazepan u olvida su ingesta y asume conductas progresivamente más raras mientras empieza a imaginar cosas.

También hay un auge de la profesión de preparador de cócteles, y los parroquianos sobreviven a daiquiris, bloodymarys, dry martinis, gin tonics y demás combinaciones líquidas por el estilo. Uno de mis antepasados, por mal nombre "Cinzanito", estaría feliz con este beodo nuevo siglo que se ha perdido beberse. Él consideraba a los “barman” una verdadera raza de superhombres llegada del espacio sideral, pero no porque siguiera por la tele las aventuras del arquitecto David Vincent, asistiera regularmente a las conferencias de Fabio Zerpa o fuera militante posadista, que nada de eso sucedía, sino porque sólo así se explicaba -decía- que el ser humano hubiera finalmente encontrado manera de asociar sin daño fulminante para su salud las acaso dos mayores porquerías líquidas existentes fuera de la orina: el insípido ron y el jarabe gaseoso de Atlanta, Georgia. Suscribo.

Hace poco, acudí a entrevistarme con un colega abogado a un prestigioso bufete del microcentro porteño distante pocas cuadras del cristalino y pasteurizado estuario atlántico y desembocadura del Paraná conocido por los geógrafos como Río de la Plata. Llegado que fui, ascensor mediante, al sexto piso de una mole de más de veinte, en zona bancaria - la denominada "City" capitalina, claro - una contoneante secretaria metida en sentador trajecito chanel me guió hacia una inmensa, bien equipada sala de reuniones, digna de un bunker de transnacional (que eso y no otra cosa es en realidad el «Estudio Jurídico Pirañelli, Garkerson, Juepútez, Sanatelli, Latrocinántez, Infámez & Asociados, Consultores - Lawyers», según pomposamente anuncia el indicador sito en la Planta Baja del prolijo edificio de oficinas).

Tomé asiento: quince sillas de respaldo alto quedaron vacías alrededor de una gran mesa de cedro. Me sentí CEO de La Nada Petroleum Company, mientras era visitado (una vez más, y van...) por la impresión de que los de arriba me suelen tratar demasiado bien. De aspecto más bien nórdico, gringo, aunque con cejas probatorias de la desprestigiosa presencia del Centro de Almaceneros en mi mapa genético, el ambo, la corbata, el nivel de lenguaje, la astuta ambigüedad del silencio o la parquedad expresiva, vaya uno a saber cuáles de estos factores y mezclados en qué proporción, sumados a la necesidad de sentirse entre iguales y no minoritarios que persigue a la conciencia de las denominadas "clases altas" les harán la impresión - que nunca trato de desvanecer, voto a Diógenes de Sínope, Hobbes, Macchiavelli y Don Vito Corleone - de que soy uno de los del palo. Sé, presiento, que ellos preferirían discutir un contrato frente a la Costanera enarbolando un choripan. No aceptaría si tal cosa me propusieran. También sé, damas y caballeros acaso lectores, que ahora mismo están pensando: "este tipo que escribe no tiene abuelita", y por lo tanto ruego no se molesten en hacérmelo notar.

Instalado ya en el que sería ámbito de mi visita, cuál no fue mi sorpresa cuando acto seguido se presentó y cuadró ante mí como recluta en el servicio militar un fulano rubio, grandote y altísimo como Largo, el mayordomo de Homero y Morticia Addams, pero de facciones más regulares y trato no exento del cordial profesionalismo del gastronómico VIP. Largo no venía vestido de Largo, sino disfrazado de camarero de película de Fred Astaire, hasta con esos zapatos acordonados y charolados que en otros tiempos gastaba la aristocracia británica. Bertrand Russell solía calzarlos. Tras presentar imaginarias armas (bandeja y servilleta, en realidad), sin dejar de mantenerse cuadrado, me interpeló:

- "Doctor, ¿qué puedo ofrecerle para amenizar la espera?"

Ni le aclaré al referido ser humano que soy apenas Licenciado: en la Argentina y Uruguay eso es completamente inútil, y la etiqueta profesional inserta en mi programación se da por sentado indica que "si un épsilon nos supone aún más afortunados que cuanto somos, no debemos desalentar su creencia. ¡Pip!" Al igual que ocurre con sus explotadores, digo amos, digo dueños, digo empleadores (conforme LCT, 20.744/1974 y sus modificatorias), conviene mantener ambiguo silencio a fin de abonar la impostura, cargando el significado sobre la mente del interlocutor, y atrayéndonos inmerecida atribución de lustre, autoridad, distinción y talento.

Así nos enseñaron en la gloriosa Facultad de Derecho, donde escupimos sobre la tumba de los semiólogos tras cobrarles pingües honorarios. Añado que cuando yo era pibe, en cierto sitio de la costa atlántica bonaerense primero, en un modesto barrio del sur porteño después, creía que personas como Largo sólo existían en teleteatros y películas, como fruto de la imaginación romántica de incorregibles libretistas (v.g. Alberto Migré, el guionista del "Batman" pop sesentista, y gente por el estilo), porque en mi entorno no se veía nadie como ellas.

Debo reconocer que en esa circunstancia metí la pata, denunciando por acción y omisión mi notoria falta de hábito de moverme dentro de la lógica del estilo de vida cajetilla. Porque sólo atiné a solicitar a Largo, modestamente, un cortado, y lo hice sin la seca voz de mando de quienes epicúreamente se dirigen a sus víctimas para satisfacer su necesidad de tener entre manos un dry martini que nunca honrarán hasta el fin. Mi expresión de preferencias fue de corriente parroquiano de bar de oficinistas. Largo esperaba, imagino, que en tan solemne circunstancia todo un profesional del Derecho ordenara con ademán de falso entendido enotécnico un whisky o una caipiroska, pero no es parte de los usos de la auténtica clase media, la "pequeña burguesía", eterno chivo expiatorio de zurdos y peronistas residentes en la Avenida Alvear, la calle Posadas o los alrededores del Hipódromo de Palermo.

Cuanto más rico el argentino, más probablemente borracho y drogadicto, y psicoanalizado, claro. Se me habrá notado en esa elección que no soy ninguna de las tres cosas, y sí miembro de número del Partido Estoico, un club de eternos aprendices desconfiados de la costumbre del placer fácil. Y Largo sonrió, sabiendo que nada debía temer de mí, del número de la clase colchón. A veces, las pertenencias y alianzas entre clases sociales tienen un camino sumamente misterioso, sugería algún vagoneta y revolucionario profesional (¿habrán trabajado alguna vez los revolucionarios profesionales?) que perturbaba el orden en Europa. Largo también cobra por representar un papel, comprendí. (¡Qué falta nos hace un Aristófanes!, pensé).

Mi anfitrión (tres nombres y dos apellidos, y - of course - también mero Licenciado) se presentó, apareciendo, sonriente y fraternal con el querido colega, al cabo de unos minutos, por otra de las puertas del enorme salón de reuniones, carpeta de seguimiento del asunto judicial en mano, y se pidió, esto es, ordenó secamente, con la envidiable y bien educada naturalidad del profesional usuario de traje de trescientos dólares y zapatos apropiados, un mojito, brebaje cubano célebre por el nombre, pero que casi nadie de entre mis conocidos ha ingerido jamás en horas de trabajo. Largo, profesionalmente, se aprestó a traerlo del bar contiguo a la sala.

Así principió la cordial entrevista entre secos y húmedos del Derecho. Optamos por ocupar asientos casi contiguos sobre un ángulo de la mesa para dieciséis personas; yo en una cabecera, él silla por medio sobre el lateral. De lo contrario, hubiésemos necesitado a Largo o a la secretaria de trajecito chanel (ésto hubiera sido lo preferible, a fin de deleitar con sus andares al público masculino, trayendo el siempre dulce recuerdo de otras Gracias terrenales) para que fuera llevando y trayendo papeles una y otra vez de una punta a la opuesta de la mesa, como en imaginario almuerzo entre el Señor Conde Drácula y Ersébet Báthory. Pero no: desde el enorme ventanal pude ver, muchos metros hacia abajo, las muchedumbres de Buenos Aires en agitado caminar.

Antes de concentrarme en la suerte de nuestras respectivas víctimas vi a los oficinistas que regresaban de almorzar, los repartidores de correspondencia, los veloces delivery de las pizzerías y de los bares, las chicas pulposas en uniforme de entidades bancarias, el quiosco y fotocopiadora con sus encargados atendiendo clientes a ocho manos como si fueran pulpos, el auto oficial del Consulado contiguo, la larga cola de postulantes de aspecto resignado que presentaron sus respectivos curriculum en la agencia de empleo de la esquina, el cartel electrónico de la casa de cambio con la cotización de las principales monedas extranjeras, el carrito de descarga del camión proveedor apoyado en la puerta de la librería de mitad de cuadra, los conductores histéricos meta bocina, los cobradores con sus portafolios gastados, los primeros heladeros de la temporada, los camiones blindados de caudales, el agente de la Federal con pechera naranja, y ¡los vendedores de cubanitos! Mi distinguido colega sin su costoso ambo bien podría pasar por humilde vendedor de cubanitos... En esto, volví al denominado Universo o Realidad, a la parcela de mi entorno inmediato de intereses. Me llamaba el deber: somos todos (¿todos?) hijos del imperativo categórico. Y de nuestros pudorosos padres.

C'est la vie. Como decía el gran Pepe Biondi: soy un buen muchacho... lástima que sea tan canalla. La suerte, nuevamente, está echada. Siempre estamos solos. Me bebí el cortado, y también el vaso de agua que lo acompañaba. El mojito quedó sobre la mesa de cedro, a medio consumir. No podía ser de otra manera. La diferencia entre la necesidad y el lujo termina materializándose en toda ocasión.

Hasta pronto.

N.B. Ya que estamos, dejo una intuición ajena de cómo se pueden ver estas cosas desde más abajo:

Cuando dejaba una frontera de neblinas
detrás de un cielo y de un riachuelo de humo gris,
la vez primera que cruzaba Puente Alsina,
Pompeya para Diego era París.
Se persignó frente a la iglesia desteñida.
Allá en Fiorito conocía otro país,
donde hay más huérfanos que platos de comida.
Pompeya para Diego era París.
Después vino el insulto, la elegía,
la cruz donde mostró su cicatriz,
la gloria del suburbio, la osadía
y el gesto de su hora más feliz.
Pero antes vio un país desconocido:
el Sur, "que está de olvido, siempre gris..."
Acaso cueste ser un elegido
y ver al arrabal como París.
Será tal vez que ese momento fue un destello
y comprendió mejor que nadie a este país;
este país que sueña siempre un rey plebeyo.
Pompeya para Diego era París.
O acaso fue que contempló un mundo perplejo
que no existía en su niñez de barrio gris,
o vio un espejo, menos pobre, menos viejo...
Pompeya para Diego era París.
['Pompeya para Diego era París'; Tango, de Javier González (m) y Alejandro Szwarcman (l)]