"La plaga de la literatura inglesa es el esteticismo, como la de la francesa el academicismo, de la española el barroquismo y de la alemana la pedantería." [Luis Cernuda, "Estudios sobre poesía española contemporánea", Madrid, Guadarrama, 1970, nota a pie de la página 181]
Media docena de personas me han tapizado de correos electrónicos en los últimos treinta días reprochándome la ausencia de entradas en esta digna bitácora. Ahora, en represalia, les dejo este texto que rescato «ad hoc» de entre las profundidades de un disquete. Que les sea leve.
La lectura de la novela de Luis Martín-Santos intitulada "Tiempo de silencio" me sumergió en una maraña de palabrería inconducente, como ocurre cuando se recorre cierto tipo de escritos expositivos de pseudofilosofía y pseudociencia. El libro deja, empero, en todo momento la sensación de ser un primer esfuerzo literario de una persona que, no poseyendo ingenio para narrar una historia manteniendo la tensión y el atractivo para el lector, cuenta sin embargo con la posibilidad de superarse en un futuro, si deja de comportarse como un Maestro Ciruela articulista del Espasa.
El estudio que contiene la segunda mitad de la edición de Crítica informa que Martín-Santos, que murió pocos años después de perpetrar "Tiempo de silencio" y acaso hubiera evolucionado para bien, era un médico psiquiatra afín al por entonces clandestino socialismo español, pintoresca organización política que es una simpática bolsa de gatos en el más puro estilo radical o justicialista.
La novela de marras se inserta en las consecuencias de la famosa guerra civil desatada en 1936 y aprovechada por los psicópatas Adolf y Pepe, con anuencia de sus complementarios franceses y anglosajones, para experimentar 'in anima vilis' con la población de la península (análogamente, el científico protagonista de "Tiempo de silencio" necesita para usos profesionales lauchitas blancas de laboratorio). Los sobrevivientes de la contienda, victoriosos, derrotados o tránsfugas, cuando no optaron por emigrar acabaron bajo la bota de un pragmático dictador que no se iba a dejar sacar así nomás el control del Gran Almacén "Don Manolo". Quino, con el almacén del papá de Manolito, apenas si mostró 'la PYME española en acción': la concepción gallega tradicional de lo que pueda ser un patrimonio incluye en la universalidad a otras cosas susceptibles de apreciación pecuniaria no consideradas tales por el derecho occidental moderno, como son las mujeres, los hijos menores de edad, los socios, la clientela y el personal en relación de dependencia. Quien no esté con la Voluntad Todopoderosa del pater familias, está en contra de Dios y la Patria, y lo mismo da si el dominante es creyente, ateo, politeísta o agnóstico.
Determinado el contexto histórico en que el autor compuso su obra sub examine, digamos que la lectura de Martín-Santos resulta, con sus prolijas enumeraciones y sus pinceladas sociólogicas y aun filósoficas, más insípida y aburrida que una versión literal de alguna arenga de Fidel Castro: horas y horas de cháchara insustancial carente de ritmo, llena de retórica pseudointelectual y datos inútiles que ignoran las 'navajas de Ockham', y a los bifes no se pasa nunca. Lo del autor serían los protocolos médicos y las historias clínicas psiquiátricas, matizadas con alguna charla de café, especialmente una de esas en que intelectuales aficionados a meterse en las periferias de la política deciden cómo van a arreglar el mundo por procedimientos mágicos, pero no la composición de buenas narraciones, al menos en ese instante de su vida.
Debo reconocer que si el novelista donostiarra quiso dejarnos un testimonio impresionista de lo espantoso, gris y desconcertante que es vivir bajo una dictadura fascista siendo persona de bien, efectivamente lo consiguió, porque llegado cierto momento de la lectura ya no parece posible deshacerse un solo instante del sabor a muerte, a decadencia, a regodeo del autor en la inmundicia en que sus personajes y él mismo yacen. Martín-Santos no nos narra verdaderamente historia alguna: sus personajes no toman nunca las riendas de sus conductas, no tienen vida, parecen figuras recortadas sobre un fondo de posguerra, amputadas de voluntad y con ecos de tipos literarios convencionales tomados de otros literatos anteriores al segundo tercio del siglo XX.
No se encuentra en "Tiempo de silencio" ni la abierta simpatía por el desgraciado a redimir de Benito Pérez Galdós, ni el malhumor bombardero - poético a veces - del también médico Pío Baroja, ni el poder intelectual del despelotado Unamuno, ni el grandioso barroco legible de ese notable escritor que fuera Inclán. Al no contar ya con la libertad política que se pudieron tomar esos felices antecedentes, el facultativo-narrador hace catarsis describiéndonos un mundo de seres humanos abandonados por las democracias liberales a su suerte, esto es, mostrando cómo unas personas dejadas indefensas a merced de un déspota terminan resultando en todo similares a las desdichadas ratas de laboratorio, y les nace un sentimiento a medio camino entre la resignación y la rebeldía, con algunas gotas de complicidad también, como bien lo sabemos quienes en el secundario y la Universidad tuvimos que estudiarnos la Historia del absurdo régimen monárquico del tiempo de la Colonia y las Repúblicas liberales que lo reemplazaron. Así empezaron sus trayectorias los Hidalgo, Bolívar, Belgrano, Artigas, y siguen las firmas.
Martín-Santos promete mucho, pero - insisto en este parecer - no nos dice realmente nada de lo que nos interesaría saber de la vida de sus personajes: sus marionetas no actúan, no cobran vida propia, casi ni sugieren rumbo a sus acciones futuras, son apenas un pretexto para nuestra inmersión en un estado de ánimo del autor y unos tipos sociológicos que convienen a su ideología. Como estaba componiendo una novela, acaso el psiquiatra-autor haya supuesto que su discurso debía escindirse en numerosos personajes-voceros. Pero la narración no la escribe Baroja, ni Inclán, ni Unamuno, ni Galdós, y los personajes supuestamente centrales de "Tiempo de silencio" son como sombras de la muerte o multiplicaciones veladas de un narrador omnisciente, y los secundarios suelen parecer meramente decorativos, puestos ahí para completar la escena naturalista, semejantes a los extras del cine de Cecil B. De Mille y sus continuadores. Se nos insinúa lo que nunca se nos da, al punto que los mejores momentos de "Tiempo de silencio" son verdaderamente cinematográficos y no literarios, en forma de instantáneas de ese típico cine español de corte folklórico y de denuncia que huele a muerto y caduco, y en blanco y negro. Víctor Erice al menos fotografió excelentemente su somnífera "El espíritu de la colmena" en tenebrosos colores; lo de Martín-Santos es más bien como el "Tierras sin pan" de Buñuel y Ramón Acín, pero por escrito. Y con la ventaja para éstos de que su trabajo era realmente un documental sobre la miseria humana.
Para el caso, como en los textos del insufrible Cela, todo se percibe como fragmentario y "light", sólo que Luis demuestra, a diferencia de Camilo, tener latentes ciertas reales aptitudes literarias para acaso mejorar lo presente si la vida se lo permitiere, lo que finalmente no sucedió. Es el de Martín-Santos en "Tiempo de silencio" un trabajo de literato principiante metido en camisa de once varas, de científico que intenta expresarse como artista, de intelectual tan imbuido de culebrones decimonónicos, prejuicios cientistas, necesidad de exhibir su cultura e impulsos contestatarios reprimidos, como incapaz de superar, a la hora de poner en el papel el fruto de su ingenio, a los convencionales ambientes de tinieblas modelados por artistas anteriores de menor cuantía como por ejemplo Vicente Blasco Ibáñez.
Martín-Santos no consigue pasar del costumbrismo impresionista, rasgo que, salvo en ciertos casos excepcionales como el de Cervantes o determinados períodos intelectualmente fecundos como 1874-1936, suele ser el único sobresaliente en los novelistas españoles, y su trabajo, de no ser por el poderoso efecto de 'ambiente dictatorial' que comunica pero a la vez causa rechazo al lector, se diluiría en meros revolcones en el seno de sustancias gelatinosas y fétidas, paseos de turista por parajes urbanos miserables de los que felizmente se puede uno retirar a tiempo tras mirar lo mal que viven los marginales, interpretaciones arbitrarias de psiquiatra y escarceos tibios con la liviana filosofía orteguiana. Una especie de Castelnuovo, Stanchina o Barletta a la española, en definitiva. Más culto, eso sí.
Acerca de Ortega, a quien se encuentra dando una conferencia en algún episodio de "Tiempo de silencio", y su perniciosa influencia sobre los pueblos de idioma castellano, es conveniente leerse el impiadoso ensayo catártico de Patricio Canto intitulado "El caso Ortega y Gasset" (Buenos Aires, Leviatán, 1958). Aunque Canto es, según se deduce de su devoción por el ideólogo de Tréveris tocayo del gran Groucho, marxista, circunstancia que, cuando se refiere al político y no al cómico que encarnara a Rufus T. Firefly, suele constituir otra manera elegante de exhibirse y no ir jamás a los bifes. No sabemos qué camino tomó la vida de Canto luego de los cincuenta; si alguno sabe qué fue del perspicaz don Patricio, cuéntelo en los comentarios o calle para siempre. Lo cierto es que al menos, en vez de dar vueltas y más vueltas acerca de lo mismo sin decir nada, este es de los nuestros y en ejercicio de su indignación de lector defraudado efectúa inteligentes apostillas (y, a veces, innecesarias generalizaciones) en contra del famoso periodista madrileño.
Hablando de pasar a los bifes, sigamos con el verdadero asunto de esta maléfica entrada. No pocas veces, el enredo con las palabras en que se mete el pobre Martín-Santos es tan espantoso que la prolongación inconveniente de una escena acaba por mantener suspendidos a sus personajes en una especie de República del Limbo. Antes que narrar directa o indirectamente una historia que promete, a partir de desarrollar mejor los caracteres de algunos personajes, prefiere hacerse ver intentando agotar el idioma, ocupando él mismo el centro de la historia en vez de dejarlo a sus personajes, y limitándose a usar estereotipos ya gastados procedentes de la novela naturalista del último tercio del siglo XIX.
El esfuerzo de Martín-Santos por acumular arcaísmo o erudición y posar de hombre culto es tan innecesario como el de Enrique Larreta en su merecidamente olvidada "La gloria de don Ramiro". Ocurre con esta clase de escritores experimentales que me provocan algún grado de rechazo. Para no irnos a ciertos franceses que se creen que cualquiera puede ser Jarry impunemente o a casos como el del otro yo de Joyce que escribió "Ulysses" o "Finnegan's Wake", y para no salir de Gallegolandia, recuérdese por ejemplo a Góngora haciéndose el difícil intentando gustar a pedantes mecenas acaudalados e influyentes que pudieran tirarle unos mangos (cuando escribía por amor o placer era de lo más sencillo y eficiente) y al antipático pero ingenioso Quevedo haciendo lo propio con el valor añadido de que ciertos españoles como él son retorcidos y de enrevesado genio por naturaleza infantil. Así describió al anteojudo, allá por los setenta, en una serie de cuatro magníficos sonetos ("Yo, Quevedo"), Orlando Mario Punzi.
"Tiempo de silencio", cuya lectura me fue recomendada en marzo de 2004, me aburrió de manera decepcionante. La supuesta "gran novela española de posguerra" no resultó ser tal, sino una de esas rarezas literarias para consumo intelectual de los llamados "friquis", que no dudo habrán escrito largos ensayos y tesis doctorales para explicar la acción y el sentido que todo ser racional añora en el texto que el autor plasmó. La obra del facultativo era para mí, como para casi todos los latinoamericanos no especializados, una perfecta desconocida, como que ni en los manuales de literatura de este lado del charco consta, cosa que indignaba a la autora de la recomendación, una de esas personas que sobrevaloran la importancia de los esquemas narrativos o 'técnicas' por encima de la natural fluidez del estilo que los lectores no imbuidos de los prejuicios que, como parte de la formación profesional que brinda, inculca la Facultad de Filosofía y Letras, ponemos en primerísimo lugar. El digresivo Miguel de Cervantes, divertidísimo contador de historias disparatadas de voluntades entusiastas sin rumbo fijo, iniciador de la línea continuada por Panchois Rabelais o Laurence Sterne o algunos norteamericanos, hubiera estado completamente frito con lectores de esta índole. Una escuela de deportes no puede fabricar a Maradona o Pelé, e igualmente un taller literario no puede producir a Borges o Stevenson, para desesperación de los conductistas extremos. Rin Tin Tin mata Pavlov, para decirlo en términos de juego de naipes. Lo que Natura non da, Salamanca non presta, por mucha cultura que uno acumule y muy inteligente que se fuere.
Un tercio de la edición de Crítica, la que adquirí para leer la obra, está ocupado por un ensayo crítico sobre el autor y su obra y por notas eruditas y un vocabulario. Sí: notas eruditas y un vocabulario, precedidas de un ensayo. Porque a diferencia de Baroja, por ejemplo, hábil industrial de la novela que apuntaba a contar una historia a un gran público y prefería no meterse con palabras que no se oyeran en el lenguaje común y ahuyentaran a los lectores, Martín-Santos abusa de las rarezas lexicográficas y de la exhibición de lenguaje técnico de las ciencias y otras referencias hipercultas. Su lectura requiere más explicaciones al lector ingenuo que la de Bartolomé Torres Naharro, Soto de Rojas, Trillo Figueroa o un poema japonés de la época del Shogunato Tokagawa, por no incluir a las ilegibles listas-memorandum destinadas a efectuar compras en el almacén que componía, con caligrafía proletaria, una de mis abuelas, no diré cuál de las dos.
Imaginen, por ejemplo, que el patán letrado autor de estas impertinentes líneas tratara circunstancialmente en un texto literario de la noción de 'obligación'. Si procediera como el Doctor Martín-Santos, entonces no debiera dejar pasar la oportunidad para destacar que todo buen Licenciado en Derecho (servidor) hará una tajante distinción, para nada semántica, entre "obligación", "deber" y "carga". Que la denominada "obligación" no es sino el enunciado matemático en que se parte de la existencia de: a) una fuente (F), que puede ser un contrato, una ley o un hecho al que se otorga un efecto jurídico determinado para ciertas personas; b) un "obligado" o "deudor" (D) y c) un "acreedor" (A), sin contar que además ha de existir, como requisito "sine qua non", d) una "prestación" (P) o actividad o abstención del deudor a que da derecho la fuente. Y el enunciado, en letras, porque se puede extender en símbolos, sería entonces más o menos este: "Dada F, debe ser P de D a favor de A, quien puede (o no) exigir".
Obviamente, si tal digresión ocurriera, como acaba de ocurrir, mis hipotéticos lectores me dirían: "pero, Alfredo, (CENSORED), ya sabemos que te graduaste de abogado, (CENSORED) haciéndote el jurista de nota, (CENSORED) contanos de una vez qué pasó al final con el tipo ese que se obligó a entregar una libra de su carne al usurero veneciano (CENSORED-CENSORED-CENSORED)". Eso sin considerar que si en la vida real quien estas líneas escribe trajera pedantemente el enunciado matemático de marras a consideración de sus clientes, éstos se buscarían sin más trámite otro abogado para cobrar el cheque o eludir su pago; creerían estar en presencia de Ramtés, el Hombre Mirando al Sudeste.
Hecho este paralelo para dar a entender mejor el por qué no me ha gustado un comino "Tiempo de silencio", concluyo que, en comparación con el proceder de Martín-Santos, resulta que el Góngora de las "Soledades" o el "Polifemo" sería más comprensible para el lector no iniciado aun sin el celebrado esfuerzo de Dámaso Alonso, que hacia 1927 contrajo la calvicie en plena juventud intentando poner al alcance del gran público los arcanos del "archipoeta de Córdoba". Opino que Alonso, buen poeta él mismo, se inventó "schwobiana y borgianamente" muchas de sus notas eruditas para hacerlo quedar bien a Góngora, del mismo modo que algunos elogian con artificiosos fundamentos la novela de Martín-Santos porque será políticamente correcto.
Dos veces intenté llevar a cabo la lectura íntegra de "Tiempo de silencio" y sus comentarios, con fatiga no exenta de la esperanza de ser capaz de encontrarle otro sentido que la mera descripción de un estado de ánimo sociológico a la acumulación de ripios y palabras en desuso del novelista español. A la tercera, tercer desistimiento en tres años, y conclusiones que aquí tenéis, damas y caballeros, de cuerpo presente. Tengo sueño todavía, y ya se me hizo largo para bostezo: aquí concluye el sainete; perdonad sus muchas faltas.
[Luis Martín-Santos: "Tiempo de silencio"; Crítica, Barcelona, 2000; 291 páginas]
La lectura de la novela de Luis Martín-Santos intitulada "Tiempo de silencio" me sumergió en una maraña de palabrería inconducente, como ocurre cuando se recorre cierto tipo de escritos expositivos de pseudofilosofía y pseudociencia. El libro deja, empero, en todo momento la sensación de ser un primer esfuerzo literario de una persona que, no poseyendo ingenio para narrar una historia manteniendo la tensión y el atractivo para el lector, cuenta sin embargo con la posibilidad de superarse en un futuro, si deja de comportarse como un Maestro Ciruela articulista del Espasa.
El estudio que contiene la segunda mitad de la edición de Crítica informa que Martín-Santos, que murió pocos años después de perpetrar "Tiempo de silencio" y acaso hubiera evolucionado para bien, era un médico psiquiatra afín al por entonces clandestino socialismo español, pintoresca organización política que es una simpática bolsa de gatos en el más puro estilo radical o justicialista.
La novela de marras se inserta en las consecuencias de la famosa guerra civil desatada en 1936 y aprovechada por los psicópatas Adolf y Pepe, con anuencia de sus complementarios franceses y anglosajones, para experimentar 'in anima vilis' con la población de la península (análogamente, el científico protagonista de "Tiempo de silencio" necesita para usos profesionales lauchitas blancas de laboratorio). Los sobrevivientes de la contienda, victoriosos, derrotados o tránsfugas, cuando no optaron por emigrar acabaron bajo la bota de un pragmático dictador que no se iba a dejar sacar así nomás el control del Gran Almacén "Don Manolo". Quino, con el almacén del papá de Manolito, apenas si mostró 'la PYME española en acción': la concepción gallega tradicional de lo que pueda ser un patrimonio incluye en la universalidad a otras cosas susceptibles de apreciación pecuniaria no consideradas tales por el derecho occidental moderno, como son las mujeres, los hijos menores de edad, los socios, la clientela y el personal en relación de dependencia. Quien no esté con la Voluntad Todopoderosa del pater familias, está en contra de Dios y la Patria, y lo mismo da si el dominante es creyente, ateo, politeísta o agnóstico.
Determinado el contexto histórico en que el autor compuso su obra sub examine, digamos que la lectura de Martín-Santos resulta, con sus prolijas enumeraciones y sus pinceladas sociólogicas y aun filósoficas, más insípida y aburrida que una versión literal de alguna arenga de Fidel Castro: horas y horas de cháchara insustancial carente de ritmo, llena de retórica pseudointelectual y datos inútiles que ignoran las 'navajas de Ockham', y a los bifes no se pasa nunca. Lo del autor serían los protocolos médicos y las historias clínicas psiquiátricas, matizadas con alguna charla de café, especialmente una de esas en que intelectuales aficionados a meterse en las periferias de la política deciden cómo van a arreglar el mundo por procedimientos mágicos, pero no la composición de buenas narraciones, al menos en ese instante de su vida.
Debo reconocer que si el novelista donostiarra quiso dejarnos un testimonio impresionista de lo espantoso, gris y desconcertante que es vivir bajo una dictadura fascista siendo persona de bien, efectivamente lo consiguió, porque llegado cierto momento de la lectura ya no parece posible deshacerse un solo instante del sabor a muerte, a decadencia, a regodeo del autor en la inmundicia en que sus personajes y él mismo yacen. Martín-Santos no nos narra verdaderamente historia alguna: sus personajes no toman nunca las riendas de sus conductas, no tienen vida, parecen figuras recortadas sobre un fondo de posguerra, amputadas de voluntad y con ecos de tipos literarios convencionales tomados de otros literatos anteriores al segundo tercio del siglo XX.
No se encuentra en "Tiempo de silencio" ni la abierta simpatía por el desgraciado a redimir de Benito Pérez Galdós, ni el malhumor bombardero - poético a veces - del también médico Pío Baroja, ni el poder intelectual del despelotado Unamuno, ni el grandioso barroco legible de ese notable escritor que fuera Inclán. Al no contar ya con la libertad política que se pudieron tomar esos felices antecedentes, el facultativo-narrador hace catarsis describiéndonos un mundo de seres humanos abandonados por las democracias liberales a su suerte, esto es, mostrando cómo unas personas dejadas indefensas a merced de un déspota terminan resultando en todo similares a las desdichadas ratas de laboratorio, y les nace un sentimiento a medio camino entre la resignación y la rebeldía, con algunas gotas de complicidad también, como bien lo sabemos quienes en el secundario y la Universidad tuvimos que estudiarnos la Historia del absurdo régimen monárquico del tiempo de la Colonia y las Repúblicas liberales que lo reemplazaron. Así empezaron sus trayectorias los Hidalgo, Bolívar, Belgrano, Artigas, y siguen las firmas.
Martín-Santos promete mucho, pero - insisto en este parecer - no nos dice realmente nada de lo que nos interesaría saber de la vida de sus personajes: sus marionetas no actúan, no cobran vida propia, casi ni sugieren rumbo a sus acciones futuras, son apenas un pretexto para nuestra inmersión en un estado de ánimo del autor y unos tipos sociológicos que convienen a su ideología. Como estaba componiendo una novela, acaso el psiquiatra-autor haya supuesto que su discurso debía escindirse en numerosos personajes-voceros. Pero la narración no la escribe Baroja, ni Inclán, ni Unamuno, ni Galdós, y los personajes supuestamente centrales de "Tiempo de silencio" son como sombras de la muerte o multiplicaciones veladas de un narrador omnisciente, y los secundarios suelen parecer meramente decorativos, puestos ahí para completar la escena naturalista, semejantes a los extras del cine de Cecil B. De Mille y sus continuadores. Se nos insinúa lo que nunca se nos da, al punto que los mejores momentos de "Tiempo de silencio" son verdaderamente cinematográficos y no literarios, en forma de instantáneas de ese típico cine español de corte folklórico y de denuncia que huele a muerto y caduco, y en blanco y negro. Víctor Erice al menos fotografió excelentemente su somnífera "El espíritu de la colmena" en tenebrosos colores; lo de Martín-Santos es más bien como el "Tierras sin pan" de Buñuel y Ramón Acín, pero por escrito. Y con la ventaja para éstos de que su trabajo era realmente un documental sobre la miseria humana.
Para el caso, como en los textos del insufrible Cela, todo se percibe como fragmentario y "light", sólo que Luis demuestra, a diferencia de Camilo, tener latentes ciertas reales aptitudes literarias para acaso mejorar lo presente si la vida se lo permitiere, lo que finalmente no sucedió. Es el de Martín-Santos en "Tiempo de silencio" un trabajo de literato principiante metido en camisa de once varas, de científico que intenta expresarse como artista, de intelectual tan imbuido de culebrones decimonónicos, prejuicios cientistas, necesidad de exhibir su cultura e impulsos contestatarios reprimidos, como incapaz de superar, a la hora de poner en el papel el fruto de su ingenio, a los convencionales ambientes de tinieblas modelados por artistas anteriores de menor cuantía como por ejemplo Vicente Blasco Ibáñez.
Martín-Santos no consigue pasar del costumbrismo impresionista, rasgo que, salvo en ciertos casos excepcionales como el de Cervantes o determinados períodos intelectualmente fecundos como 1874-1936, suele ser el único sobresaliente en los novelistas españoles, y su trabajo, de no ser por el poderoso efecto de 'ambiente dictatorial' que comunica pero a la vez causa rechazo al lector, se diluiría en meros revolcones en el seno de sustancias gelatinosas y fétidas, paseos de turista por parajes urbanos miserables de los que felizmente se puede uno retirar a tiempo tras mirar lo mal que viven los marginales, interpretaciones arbitrarias de psiquiatra y escarceos tibios con la liviana filosofía orteguiana. Una especie de Castelnuovo, Stanchina o Barletta a la española, en definitiva. Más culto, eso sí.
Acerca de Ortega, a quien se encuentra dando una conferencia en algún episodio de "Tiempo de silencio", y su perniciosa influencia sobre los pueblos de idioma castellano, es conveniente leerse el impiadoso ensayo catártico de Patricio Canto intitulado "El caso Ortega y Gasset" (Buenos Aires, Leviatán, 1958). Aunque Canto es, según se deduce de su devoción por el ideólogo de Tréveris tocayo del gran Groucho, marxista, circunstancia que, cuando se refiere al político y no al cómico que encarnara a Rufus T. Firefly, suele constituir otra manera elegante de exhibirse y no ir jamás a los bifes. No sabemos qué camino tomó la vida de Canto luego de los cincuenta; si alguno sabe qué fue del perspicaz don Patricio, cuéntelo en los comentarios o calle para siempre. Lo cierto es que al menos, en vez de dar vueltas y más vueltas acerca de lo mismo sin decir nada, este es de los nuestros y en ejercicio de su indignación de lector defraudado efectúa inteligentes apostillas (y, a veces, innecesarias generalizaciones) en contra del famoso periodista madrileño.
Hablando de pasar a los bifes, sigamos con el verdadero asunto de esta maléfica entrada. No pocas veces, el enredo con las palabras en que se mete el pobre Martín-Santos es tan espantoso que la prolongación inconveniente de una escena acaba por mantener suspendidos a sus personajes en una especie de República del Limbo. Antes que narrar directa o indirectamente una historia que promete, a partir de desarrollar mejor los caracteres de algunos personajes, prefiere hacerse ver intentando agotar el idioma, ocupando él mismo el centro de la historia en vez de dejarlo a sus personajes, y limitándose a usar estereotipos ya gastados procedentes de la novela naturalista del último tercio del siglo XIX.
El esfuerzo de Martín-Santos por acumular arcaísmo o erudición y posar de hombre culto es tan innecesario como el de Enrique Larreta en su merecidamente olvidada "La gloria de don Ramiro". Ocurre con esta clase de escritores experimentales que me provocan algún grado de rechazo. Para no irnos a ciertos franceses que se creen que cualquiera puede ser Jarry impunemente o a casos como el del otro yo de Joyce que escribió "Ulysses" o "Finnegan's Wake", y para no salir de Gallegolandia, recuérdese por ejemplo a Góngora haciéndose el difícil intentando gustar a pedantes mecenas acaudalados e influyentes que pudieran tirarle unos mangos (cuando escribía por amor o placer era de lo más sencillo y eficiente) y al antipático pero ingenioso Quevedo haciendo lo propio con el valor añadido de que ciertos españoles como él son retorcidos y de enrevesado genio por naturaleza infantil. Así describió al anteojudo, allá por los setenta, en una serie de cuatro magníficos sonetos ("Yo, Quevedo"), Orlando Mario Punzi.
"Tiempo de silencio", cuya lectura me fue recomendada en marzo de 2004, me aburrió de manera decepcionante. La supuesta "gran novela española de posguerra" no resultó ser tal, sino una de esas rarezas literarias para consumo intelectual de los llamados "friquis", que no dudo habrán escrito largos ensayos y tesis doctorales para explicar la acción y el sentido que todo ser racional añora en el texto que el autor plasmó. La obra del facultativo era para mí, como para casi todos los latinoamericanos no especializados, una perfecta desconocida, como que ni en los manuales de literatura de este lado del charco consta, cosa que indignaba a la autora de la recomendación, una de esas personas que sobrevaloran la importancia de los esquemas narrativos o 'técnicas' por encima de la natural fluidez del estilo que los lectores no imbuidos de los prejuicios que, como parte de la formación profesional que brinda, inculca la Facultad de Filosofía y Letras, ponemos en primerísimo lugar. El digresivo Miguel de Cervantes, divertidísimo contador de historias disparatadas de voluntades entusiastas sin rumbo fijo, iniciador de la línea continuada por Panchois Rabelais o Laurence Sterne o algunos norteamericanos, hubiera estado completamente frito con lectores de esta índole. Una escuela de deportes no puede fabricar a Maradona o Pelé, e igualmente un taller literario no puede producir a Borges o Stevenson, para desesperación de los conductistas extremos. Rin Tin Tin mata Pavlov, para decirlo en términos de juego de naipes. Lo que Natura non da, Salamanca non presta, por mucha cultura que uno acumule y muy inteligente que se fuere.
Un tercio de la edición de Crítica, la que adquirí para leer la obra, está ocupado por un ensayo crítico sobre el autor y su obra y por notas eruditas y un vocabulario. Sí: notas eruditas y un vocabulario, precedidas de un ensayo. Porque a diferencia de Baroja, por ejemplo, hábil industrial de la novela que apuntaba a contar una historia a un gran público y prefería no meterse con palabras que no se oyeran en el lenguaje común y ahuyentaran a los lectores, Martín-Santos abusa de las rarezas lexicográficas y de la exhibición de lenguaje técnico de las ciencias y otras referencias hipercultas. Su lectura requiere más explicaciones al lector ingenuo que la de Bartolomé Torres Naharro, Soto de Rojas, Trillo Figueroa o un poema japonés de la época del Shogunato Tokagawa, por no incluir a las ilegibles listas-memorandum destinadas a efectuar compras en el almacén que componía, con caligrafía proletaria, una de mis abuelas, no diré cuál de las dos.
Imaginen, por ejemplo, que el patán letrado autor de estas impertinentes líneas tratara circunstancialmente en un texto literario de la noción de 'obligación'. Si procediera como el Doctor Martín-Santos, entonces no debiera dejar pasar la oportunidad para destacar que todo buen Licenciado en Derecho (servidor) hará una tajante distinción, para nada semántica, entre "obligación", "deber" y "carga". Que la denominada "obligación" no es sino el enunciado matemático en que se parte de la existencia de: a) una fuente (F), que puede ser un contrato, una ley o un hecho al que se otorga un efecto jurídico determinado para ciertas personas; b) un "obligado" o "deudor" (D) y c) un "acreedor" (A), sin contar que además ha de existir, como requisito "sine qua non", d) una "prestación" (P) o actividad o abstención del deudor a que da derecho la fuente. Y el enunciado, en letras, porque se puede extender en símbolos, sería entonces más o menos este: "Dada F, debe ser P de D a favor de A, quien puede (o no) exigir".
Obviamente, si tal digresión ocurriera, como acaba de ocurrir, mis hipotéticos lectores me dirían: "pero, Alfredo, (CENSORED), ya sabemos que te graduaste de abogado, (CENSORED) haciéndote el jurista de nota, (CENSORED) contanos de una vez qué pasó al final con el tipo ese que se obligó a entregar una libra de su carne al usurero veneciano (CENSORED-CENSORED-CENSORED)". Eso sin considerar que si en la vida real quien estas líneas escribe trajera pedantemente el enunciado matemático de marras a consideración de sus clientes, éstos se buscarían sin más trámite otro abogado para cobrar el cheque o eludir su pago; creerían estar en presencia de Ramtés, el Hombre Mirando al Sudeste.
Hecho este paralelo para dar a entender mejor el por qué no me ha gustado un comino "Tiempo de silencio", concluyo que, en comparación con el proceder de Martín-Santos, resulta que el Góngora de las "Soledades" o el "Polifemo" sería más comprensible para el lector no iniciado aun sin el celebrado esfuerzo de Dámaso Alonso, que hacia 1927 contrajo la calvicie en plena juventud intentando poner al alcance del gran público los arcanos del "archipoeta de Córdoba". Opino que Alonso, buen poeta él mismo, se inventó "schwobiana y borgianamente" muchas de sus notas eruditas para hacerlo quedar bien a Góngora, del mismo modo que algunos elogian con artificiosos fundamentos la novela de Martín-Santos porque será políticamente correcto.
Dos veces intenté llevar a cabo la lectura íntegra de "Tiempo de silencio" y sus comentarios, con fatiga no exenta de la esperanza de ser capaz de encontrarle otro sentido que la mera descripción de un estado de ánimo sociológico a la acumulación de ripios y palabras en desuso del novelista español. A la tercera, tercer desistimiento en tres años, y conclusiones que aquí tenéis, damas y caballeros, de cuerpo presente. Tengo sueño todavía, y ya se me hizo largo para bostezo: aquí concluye el sainete; perdonad sus muchas faltas.
[Luis Martín-Santos: "Tiempo de silencio"; Crítica, Barcelona, 2000; 291 páginas]
6 comentarios:
Es decir, que Vd es de los barrocos... :D
Con más calma y literatura a mono/mano amigo Thompson comentaré a vuelta de tuerca.
¡Uhmm! Tras segunda lectura del texto, compruebo no sin cierto asombro que la primera vez no me enteré de nada (pueda que ahora tampoco). Tengo que decir que yo leí (obligado) en secundaria el libro de Martín-Santos y no me gusto. En posterior lectura universitaria me encantó, lo que demuestra (si hacemos caso al roshi) que he involucionado cual rata enzimática negativa. Y, que una vez perdida la inocencia de juicio (junto con otras que no pienso enumerar) que tuve en mim mocedad, no me queda mas que extasiarme con obras alambicadas y complejas (como leí recientemente en un artículo del payaso de Luis Antonio de Villena de que ya no había lectores capaces de disfrutar de Lezama Lima) que supongo que entiendo (de las "Soledades" realice un aparato crítico propio urdiendo fantásticas lecturas de Góngora -Proust incluído- y referencias antropológicas de dudoso gusto).
Atentamente, Mnemosine
Quizás exista un tipo de lector que espera (mos) una narración, una sensación de acción verdadera. Eso puede lograrlo el escritor por distintos procedimientos, incluso por la vía de la literatura fantástica (ahí tenés a Juan Rulfo, tan malamente imitado por docenas de escritores de nuestra América, que contó historias mágicas sin ostentar su saber técnico de especialista en derecho agrario). Y para ese lector, la literatura que usa procedimientos dirigidos a generar sensaciones que se esperan de otras artes como el cine no resulta muy grata, salvo que haya maestría para dar dinámica a la acción (esa se tiene o adquiere, o no). ¿'Tusitala', era que le decían a Stevenson? (se supone que quiere decir 'el que cuenta historias', al igual que un nombre quichua que se puso como pseudónimo para cantar un paisano de Pergamino ;-))
A mí, por ejemplo, me decepcionó terriblemente descubrir que el mismo Joyce de "Dubliners" fuera capaz de olvidarse de que sabía contar y escribir una cosa como "Ulysses"; la vida interior de Stephen Daedalus & Co. me daba ganas de viajar a Irlanda en el túnel del tiempo para masacrar al autor por delito de lesa traición ;-).
Lo malo con Santos, y es lo que más me amargó los intentos de lectura, es que ciertos españoles entendidos en letras consultados respecto de en qué consiste lo extraordinario de esta obra no aceptaron que se les dijera que la Spain de Santos se parece mucho a la de Prosper Merimeé, pese al envase a lo Robe-Grillet. Aprendí que hay fundamentalistas de Martín-Santos, como aquí tenemos algunos fundamentalistas de don Leopoldo Suavestar, digo Marechal. Me parece más un fenómeno de tipo ideológico que literario. Uno les pregunta dónde están las supuestas bellezas del libro, y contestan como si fueran obvias. No lo son. De hecho, sigo preguntándome dónde están. Tiene algunos aciertos circunstanciales de expresión, sí, pero lo que hay en el medio...
A mí por momentos, por los párrafos largos, las descripciones interminables, la falta de gracia para buscar la complicidad del lector, me pareció un Faulkner más plomo, un Faulkner sin sorpresa, un Faulkner no rebelde sino domesticado. Un Faulkner falangista ;-). Creo que eso es lo que lo vuelve "aburrido"; parece un íbero de los cincuenta imitando la literatura norteamericana más 'oscura'. Al menos Faulkner está protestando contra un tejido de injusticias ed fuerte raigambre cultural que nos muestra desde el horror de las mentes de los protagonistas, y que al final el lector acabará por rechazar junto con él, si no se duerme antes (yo en las primeras cuatro lecturas de "El sonido y la furia" me dormí antes, y nunca más me meto con Faulkner). Pero Martín-Santos parece quedarse en el placer de describir como naturaleza muerta la impresión de disgusto, cosa que se puede entender acaso por el contexto en que escribió, pero en realidad hay en su libro la tradicional delectación morosa hispana en el horror, tipo "vida de San Pedro, médico, apóstol y mártir, que atiende leprosos en el Hospital y ved los líos en que se hametido: hasta suegra tiene". Claro que una vida de santos escrita por un ferviente católico de la Contrarreforma sería una cosa, y esta es una novela contemporánea de Vargas Llosa, Cortázar, Sábato, Rulfo, Benedetti novelista, Lezama Lima... No resiste la comparación con grandes trabajos de la novelística en castellano. Martín-Santos podía haber escrito algo realmente bueno; no era una nulidad literaria como Cela. Pero se murió sin darnos la revancha a los lectores. Pudo ser un Joyce o Cortázar al revés: lo mejor al final, al cabo de los años. Pero eso ya es ucronía, y lo que hay es lo que leímos.
También he dado con españoles 'de letras' que desprecian la novela de Santos porque les parece que ni siquiera es buena literatura, y que no pasaría los 'filtros' (¿?) de una editorial exigente, que me pregunto si serán tan de fiar (me han dicho por ahí cosas como "pudo publicar porque en esa época, si tenías ciertas influencias, hasta una editorial católica de las que hacían estampitas te imprimía una novela inédita para ganarse unos duros; ahora no es más así"). Tampoco me convence ese tipo de crítica. Yo creo que es una mala novela de un potencial buen escritor.
Góngora me cae simpático, porque a veces se hacía el difícil a ver si se ganaba algún favor de un mecenas: uno se inventa cualquier interpretación, y lo mismo está bien. Sirve para hacer gimnasia poética, como la antipoesía de Nicanor Parra, que de a ratos es horrible, y de pronto nos sorprende con joyitas veradderamente poéticas. A veces, hasta se disfruta de algunos versos gongorinos perdidos en medio de un mar de frases puestas como luego lo harían los surrealistas, a medida que le venían las palabras a la mente.
Con Martín-Santos puede pasar eso de a ratos, pero al final uno se aburre de esos jueguitos, quiere que le cuenten una historia y se dejen de marear. Yo tengo un conocido que le dice a Marcel Proust 'Monsieur Ripio', porque dice que siempre repite una y otra vez la misma milonga, aunque las descripciones sensoriales de Proust son buenas, casi insuperables. Pero no hay otra cosa que su sensibilidad personal puesta en letras: no hay acción. Y la novela es acción, o no es nada. Me quedo con el industrial panadero Pío Baroja, el demente Unamuno o el barroco legible Inclán, que me lo hicieron pasar mejor: sus héroes 'mueven los cantos', como decimos groseramente por estos pagos.
Lezama es un buen escritor que abusa de cosas como el hipérbaton, tan grato a nosotros, los del Extremo Occidente. Conocí algún lector suyo que prefería comprar sus libros en francés, para traducirlos él mismo al cagaste llano XD. Dice este fulano que los franchutes, al traducir, le eliminan el hipérbaton a Lezama. En fin... Además, el gordito cubano tampoco se bancaba mucho los discursos de FC, así que me cae simpático ;-).
Salúdole. Yo.
Menudo Avinareta estás hecho.
Un abrazo (todo lo demás "me lo banco" :D)
El conspirador pariente de Baroja era Aviraneta... a menos que tu habitual apresuramiento con lsa teclas haya malogrado el magnífico neologismo "avinagreta", que como apellido vasco mata diez mil ;-)
Martín-Santos también me cae simpático, aunque no le entienda un pomo. Veré si alguna vez soy capaz de ganarme más amigos poniendo por escrito la que iba a ser 'part two' de esta serie: "El peligro amarillo", que no trata de fieros japoneses beligerantes sino de una -si no nos engaña el traductor- creemos que abominable novela norteamericana, compuesta por un tal John Kennedy Toole, editada post mortem a instancias de su madre en USA, y puesta al alcance del público castellanohablante en diminuta tipografía y con cubiertas de ese brillante color ante cuya visión se pone en fuga la gente de teatro.
XD
¡Uhmm! otro día traigo mis ocmentarios obre secuencia 51 de "Tiempo de silencio" y saldamos cuentas. Sino recibirá a mis testigos y padrinos al amanecer
:XXXD!!
Publicar un comentario