viernes, febrero 23, 2007

Apuntes del natural

"Pensándolo después -en la calle, en un tren, cruzando campos- todo eso hubiera parecido absurdo, pero un teatro no es más que un pacto con el absurdo, su ejercicio eficaz y lujoso." [Julio Cortázar: "Instrucciones para John Howell", en 'Todos los fuegos el fuego'; Buenos Aires, Sudamericana, 1968, página 129.]


Ese característico piso de pino, de tablones largos, asentados sobre tirantillos, ocultando la cámara de aire de unos quince a treinta centímetros de altura. Suelo clásico de interiores en cualquier edificio urbano de fines del siglo XIX o principios del XX. El mismo de las habitaciones del viejo departamento de su abuela, construido hacia 1884 y fuera del patrimonio familiar desde una treintena de años. Bueno, lo de incluirlo en el patrimonio familiar es un acto muy generoso. Yo hablaría de 'historia familiar', que es más exacto, pero nuestro hombre postulaba que el ininterrumpido carácter de inquilinos, sostenido desde 1933 hasta 1974, debería considerarse integración del inmueble ajeno a la propia universalidad familiar de bienes, por constituir su uso y goce en algo más que meras prestaciones limitadas en el tiempo de su ejercicio contractual. Otro, decía, tercero reconocido por los habitantes del inmueble como titular de dominio, gozaba los cánones locativos, cuando se acordaba de pasar a cobrarlos. Ellos, los suyos, allí hicieron su historia, entre ladrillos y aberturas legalmente ajenos, bajo altos cielorrasos elevados hasta cinco metros sobre el nivel de los pisos interiores de pino armados sobre tirantillos, y pisos exteriores y de servicios sanitarios y de cocina que también tenían personalidad. Hasta parecían atrevidas obras de arte: baldosas floreadas, con guardas de grecas y de estilizados arabescos multicolores. La luz entraba a las habitaciones, en las primeras horas de las tardes del verano, en forma de nítidos rayos polvorientos, llegados oblicuamente desde los intersticios de las persianas hasta ese significativo suelo de pino, pasando antes a través de los vidrios de las antiguas puertas con pomos de bronce, como queriendo dar la razón a aquellos físicos de antaño, más artesanos que científicos, obstinados en sostener el carácter de 'masa de corpúsculos' de la acaso materia luminosa. Uno podía llegar a sospechar, pensaba nuestro personaje, una misteriosa alianza 'art noveau' entre escayolistas de gran clase, ingenieros y sociedades de amigos de las ciencias.


Para el tiempo en que sucedieron los hechos que aquí nos ocupan, el tipo ya no era aquel niño, y en consecuencia había dejado de ser tan minucioso perceptor de las pequeñas alteraciones del aire, de la luz y del sonido, pero aun así se sabía en su hábitat; podía ahora -cosa que sospechaba vedada a otros mortales- perderse en el suelo de esa su oficina céntrica, alquilada también, sita no en una planta baja del barrio sur sino en propiedad horizontal sobre la galería retratada, por alusiva a uno de los cuentos de la colección, en la contratapa de la primera edición de "Todos los fuegos el fuego", como símil de la galería parisiense de la cubierta roja y negra, donde el rojo hacía las veces de sucedáneo del sepia fotográfico. Le era dado navegar a placer las vetas de esos tablones de pino y, siguiéndolas como embutido en un indestructible kayak del tiempo, comparecer ante los duendes de su infancia. Cada tarde. En cada sorpresa de las volutas de la memoria, reencontraba un olor, una voz, un juguete, un sueño, una caricia. Con frecuencia, llamaban a la puerta o sonaba el timbre del teléfono y se suspendía la ceremonia de saberse siempre fiel a su historia y a su gente. Entonces, se acomodaba la corbata, el peinado a lo despeinado, sonreía ligeramente, y procedía a atender con profesionales cortesía y contracción al trabajo a la convocatoria de la realidad.


Era -así se sentía - nuevamente el dueño del tiempo, como en aquellos años agridulces. Y de cada problema no hacía sino salir más fuerte y menos agrio. No había para él cosa más similar al afamado torrente heraclitiano que esas humildes vetas de madera centenaria afirmadas sobre invisibles tirantillos asimismo seculares, cubriendo una cámara de aire de unos quince a treinta centímetros de altura, subterránea y silenciosa memoria del misterio de los pasos humanos. Las no menos decimonónicas figuras irregulares de los diminutos mosaicos del pasillo, desordenadamente alternados formando masas azules, celestes, ocres, verdes, grises, amarillas, blancas, eran, tras la puerta de la oficina, los musgos, árboles, raíces, terrones, de la ribera. Los focos pendientes de los altos cielorrasos de tiempos idos, otras tantas luciérnagas, que, cuando el sol matutino doraba los ambientes desde las ventanas, se tornaban en pájaros antiguos, fantásticos vigías. Sus días pasaban, más o menos iguales, rápidos y tumultuosos, con ingenua inercia, casi como días de infancia.


(Improvisación de locutorio, como
esta otra. Que su lectura les haya sido leve.)

2 comentarios:

el flaquito dijo...

De pequeño y hasta entrada mi adolescencia, habite en mis lejanos pagos, una casa tipo “chorizo” con pisos como los que describes.
La casa la había adquirido mi padre luego de ir desprendiéndose de las anteriores por malos negocios efectuados. Cuando llegamos allí estaba en completo abandono. Escombros, basura, pasto y las cosas mas inimaginables conformaban el paisaje.
Las ratas más chicas, circulaban ostentosamente en motonetas de alta cilindrada.
Con mucho trabajo la pusimos medianamente habitable (no había mas opciones) y para mi suerte o desgracia se me asigno un dormitorio enteramente para mi solo.
Las paredes eran de ladrillo, pero obsesivamente recubiertas de maderas que al igual que en el piso se mantenían sobre listones, creando una cámara de aire de unos 10 cm. Por las noches, los ratones circulaban inconcientemente efectuando “picadas” que se iniciaban debajo del piso y cruzaban raudamente por la cámara de aire de las paredes. Una vez en la parte superior derrapaban en curvas cerradas para dirigirse nuevamente al piso. Mi conciencia y razón (que siempre fueron escasas) me decían que eran solo inocentes lauchas pero mi retorcida imaginación se negaba a asumir tan vulgar explicación, y, al apagar la luz, los fantasmas y monstruos salían a mi encuentro. El único refugio, resultaba de tapar mi cabeza con las frazadas aun en pleno verano, y aguardar allí el certero ataque de ese monstruo de pesadillas salido de las “Obras maestras del terror” que don Narciso Ibáñez Menta interpretaba por el canal estatal, y que yo espiaba por entre los dedos de la mano. Desconozco en realidad a que hora conciliaba el sueño, pero si recuerdo claramente la maravillosa sensación de alivio al ver las primeras luces del sol que se filtraban por la alta banderola de la puerta y dibujaban colores en mi cama. Con el tiempo, quitamos todo el viejo piso de pinotea y mientras rellenábamos ese oscuro espacio, yo sentía que enterraba todos los fantasmas.
Mas adelante me entere y sentí que el terror no era necesariamente el tan temido “Muñeco maldito” y adquirió la forma de generales que siempre dan un comunicado Nº 1, y ministros de economía que prefieren producir caramelos y otros que como cuando éramos niños nos metieron en el corralito. En fin esto es solo un breve recuerdo, un efecto colateral que me produjo haber leído sobre:
“Ese característico piso de pino, de tablones largos, asentados sobre tirantillos, ocultando la cámara de aire de unos quince a treinta centímetros de altura. Suelo clásico de interiores en cualquier edificio urbano de fines del siglo XIX o principios del XX.”

Alfredo dijo...

Ese era justamente uno de los misterios de la infancia. Uno fantaseaba con hipotéticos ratones debajo de los tablones de pino. Además, bajo esa casa anduvo uno de tantos ramales de los famosos túneles del Baires colonial y rosista. De los zócalos, a veces, asomaban monedas doradas, que eran el cambio chico del primer gobierno peronista, centavos con una efigie de la República en el estilo escultórico de los años treinta y cuarenta, de perfil sospechosamente parecido al de Evita con rodete ;-).

Lo de los generales y sus comunicados número uno me trae tres recuerdos, dos de infancia y otro de adolescencia. El primero, los discursos de Lanusse, que nunca podía decir "novecientos" ni "institucionalización", y pronunciaba respectivamente "nuevecientos" y vaya uno a saber qué (le costaba sangre, sudor y lágrimas terminar el largo vocablo pseudojurídico inventado por sus redactores de discursos). Luego lo sucedió, por la magia de las urnas y del viejo televisor Columbia modelo 1966, sobre esos tablones de pino con cámara, otro general, más jovato, famoso por su labia, que pude comprobar fascinado: ¡con razón lo extrañaban tanto, hasta para putearlo! ¡Un milico que pronunciaba correctamente las palabras, y dejando de lado el papel para improvisar! Para mis diez años, algo nunca visto.
El tercer recuerdo, ya en otro hogar, es de la repetición, hacia 1977, del "Hombre que volvió de la muerte", de don Narciso, producción Romay de 1970, truculenta historia de un fanatsmagórico luchador contra una rara dictadura escandinava (el milico más malo era, recuerdo, Oscar Ferrigno, padre). Iba por canal 2. Alguien le habrá avisado a los nabos de la intervención que la cinta parecía hecha contra la dictadura de turno, que el tal Elmer podía ser perfectamente un militante político violento de los opositores a los violentos en ejercicio del poder, y el video desapareció. Muchas cosas desaparecieron entonces, y se sabe que sin la estatalización de los canales y radios por el peronismo del '73 no hubiera existido dictadura posible. Pero ya era tarde: los viejos videos de Alejandro y Narciso se habrán perdido injustamente, como hojas secas en otoño. Acaso el audaz o ingenuo que los repuso al aire en La Plata haya seguido similar camino, vaya uno a saber.

Saludos