lunes, abril 25, 2005

Arte de apreciar el arte, o no

El arte, concebido como esfuerzo para expresarse y mejorar la estima colectiva por la belleza u otros valores que tomen su lugar, esto es, como cultura y como estética, si bien depende de criterios de apreciación que en mucho varían de una persona a otra, y no tienen por qué compartirse en todas las comunidades culturales históricamente configuradas, precisamente en razón de las influencias del tiempo y la interacción de las voluntades humanas, puede sin embargo reconocer ciertos mínimos comunes denominadores para reconocerse como tal.

Cualquier elemento que con su sola presencia constituya una ruptura del código o precepto con que muchos identificamos al arte, esto es, expresión de lo bello, o de lo bueno, o ambas cosas, recuerdo y pongo por ejemplo unos señores con piercings faciales y tatuajes observando algún - no se sabrá jamás si por el estilo del Mingo Theotocópuli o por el hollín de siglos - ennegrecido cuadro de El Greco, iluminado como la cara de la momia de Ramsés II, en el Museo Nacional de Bellas Artes allá por febrero de 2004, no implica por sí solo que en la concepción de estos a juzgar por su indumentaria modernos bárbaros su estética no sea tan artística como la del famoso pintor español. Son - quizás - actitudes que manifiestan la resultante de variaciones culturales que aprecian como artística la sombra, el dolor, el sadismo social, la contradicción de los valores estables considerados como elemento de sujeción económica o social en sentido político.

Específicamente, me refiero a quienes efectivamente creen (y están en todo su derecho de hacerlo) que meterse un candado en la nariz como piercing y sostener determinadas posturas ante las artes y la política son cuestiones íntimamente vinculadas desde lo ideológico. Muchas personas asumen ciertas actitudes y adoptan determinado aspecto físico porque los creen relacionados con distinguirse como adeptos a alguna corriente del pensamiento filosófico y aun político. Y están, reitero, en todo su derecho de hacerlo, aunque en mi opinión eso es un anacronismo: juegan al intelectual crítico o al artista rebelde, pero muchas veces no son ni una cosa ni la otra.

Lo llamo anacronismo, porque me parece que quienes obran así lo hacen reproduciendo el antiguo estilo de los artistas románticos, que se disfrazaban de artistas rebeldes... para demostrar que eran realmente artistas rebeldes. Alguna vez Alejo Carpentier (sí, el mismo, el que a la vez fue un gran escritor y conocedor del arte y diplomático y Ministro de Cultura de cierto déspota, una cosa no excluye la otra) escribió un artículo recogido en "El adjetivo y sus arrugas" (Buenos Aires, Galerna, 1987), titulado "El ocaso de los poetas malditos", en que explica justamente esto. Una curiosidad: el Jefe de Estado al que sirviera don Alejo prohibió a Cream en la isla durante los sesenta; treinta y pico de años después, pasado el furor pop, cuando los melenudos anglosajones de aspecto desaliñado prerrafaelista ya no asustaban a su régimen, el fulano erigió con bombos y platillos una estatua a Lennon. Para entonces el ácido rockero inglés estaba convenientemente muerto y por ende no podía decir qué le parecía el homenaje de semejante admirador. ¿Qué quiere que le diga, don, doña?: Rufus T. Firefly estaría probablemente orgulloso de tamaño discípulo. En fin... imagínome será lo que en uno de los tres foros de Internet que he frecuentado (el argentino, el que tiene cientos de usuarios habituales y miles de inscriptos y pese a ello un webmaster razonable y mayoría de personas aparentemente normales entre su elenco de estrellas invitadas) se invocó en broma desde los alrededores de Madrid a propósito de otro asunto: el "marxismo-lennonismo" (por Groucho y John):-).

Retomando el asunto, aclaremos que suele suceder que un gran artista que es también un hombre de ciertas convicciones haga arte sin mayores vínculos visibles con sus ideas, a la vez que es un experto conspirador político y hasta revolucionario de barricada, todo ello acompañado de suaves modales e indumentaria similar a la de un ejecutivo o Gerente de Banco. Ejemplos sobran (se me ocurren los maestros Giusseppe Verdi o Pau Casals), y si uno hace memoria, los encontrará. Y también se me antoja que muchos aparentes "innovadores" del arte actual que se dicen progresistas en política resultan, a poco que uno analice sus dichos y hechos, más reaccionarios que el mismísimo Dr. Goebbels, aunque luzcan piercings o el pelo teñido de verde y oro para disfrazarse de "jóvenes rebeldes".

No hay, en rigor de verdad, necesidad alguna de crear una nueva tradición cultural en occidente para oponerse legítimamente a lo que de malo encontremos, por ejemplo, en la política. Eso sí: a estos señores que a veces vemos por las exposiciones o las conferencias, de aspecto pintoresco y lenguaje cuasi esotérico, lo que en mi comedido juicio les suele faltar es capacidad para hacer política desde su debido lugar, que son las instituciones políticas, sin usar como pretexto otras actividades tan excelentes como la política, caso de las artes plásticas o literarias, o la ciencia y la filosofía. Quiero decir, que sin perjuicio del derecho de todo artista de expresarse políticamente, no necesariamente una pintura o un film, una instalación para escultura o una colección de narraciones de ciencia ficción deben tender ni al mantenimiento cerril del orden establecido ni a la instrumentación de revolución política alguna.

Pero, si alguna vez se ha debido soportar la irrupción literaria de algún entrenador de fútbol que calificaba a los sistemas de juego en "de derechas" (los que a él no le gustaban, y propugnaban 'casualmente' quienes no estaban en su negocio) y "de izquierdas" (el propio y de sus amigotes, aunque condujeran 'en derechura' al cuadro de nuestros amores a la segunda división), ¿podemos extrañarnos de la abominable profusión de sedicentes vanguardistas en el terreno de las artes, determinando dioses y demonios? Y ahí tiene uno para ejemplo el cine "de arte" patrio, tantas veces estrafalario, aburridísimo, hipócrita, falso e incoherente.

Un apunte más: con absoluta autonomía del mérito de cada pieza artística, históricamente siempre han sido los tontos que se asustan "por las dudas" y prescinden de la comprensión quienes le dan fama al autor y trascendencia a la obra cuestionada por "escandalosa". Cuando una obra determinada nos resulta absurda u ofensiva, nada mejor para nuestro interés que usar suaves maneras, tratar de dialogar con el artista y comprender sus razones y sentires. Acaso nos convenza, y debamos ponernos de su lado. Y si así no ocurriere, quizás desenmascaremos a un falso artista. Lo que, en los tiempos de superproducción de expresiones humanas que pasan por artísticas, no será poca cosa.

No comparto la aceptación de estos sujetos o de sus concepciones como artísticas, pero eso es apenas mi punto de vista. Y si existe alguna preceptiva con valor universal, no creo que sea el caso de la vinculada al arte, que como expresión libre de lo individual es susceptible de juicio apenas relativo. Quiero decir, que acaso estos señores a que hice referencia antes como elemento de ruptura de una convención social, con su estética de lo horrible, más allá de nuestra concordancia o discrepancia con su escala de valores, crean que la reivindicación de la amplia libertad expresiva, concebida como facultad de hacer lo que uno le venga en gana, es arte. A lo mejor, visto desde su óptica, pueda ser verdad. Lo cierto es que se alejan de la universalidad estética en cuanto mejoramiento humano, tal como algunos lo concebimos, y por eso es que nos puede resultar repulsivo lo que a ellos les parece "transgresor", o reivindicativo de valores que consideran excluidos injustamente de las concepciones artísticas aceptadas desde lo institucional.

¿A qué viene todo esto? A que una cosa son estos sujetos de aspecto estrafalario y a veces jerga sectaria, y otra los astutos hombres más o menos vinculados a las telarañas de la cultura oficial (periodistas, políticos, psicoanalistas, policías, pelotudos y demás respetables profesiones que empiezan con "p" ;-)) que se aprovechan circunstancialmente de ellos, a favor o en contra, para imponer, como alternativa a un supuesto academicismo o convención aceptada desde los ámbitos que definen la estética, otro "pensamiento único" tan detestable como el que ellos aseguran querer combatir, sin dar para eso el paso primordial: comprender.

miércoles, abril 06, 2005

Apuntes del lector de las tinieblas

Si, otra vez Bradbury. "A medicine for melancholy", en traducción de Francisco Abelenda, en este caso con Matilde Horne, para Minotauro:
"Atravesando el territorio de los Estados Unidos, de noche, de día, en tren, se pasa como un relámpago por pueblos desiertos donde no baja nadie. Es decir, nadie que no sea de allí, nadie que no tenga raíces en esos cementerios rurales se toma jamás la molestia de visitar las estaciones solitarias, o de prestar atención a los paisajes solitarios." ("El pueblo donde no baja nadie")

Yo no vivo en esos Estados Unidos, pero sí en las Provincias Unidas del Río de la Plata (artículo 35 de la Constitución Nacional), cuyo territorio puede dar al intrépido viajero espectáculos semejantes. Largos espacios sin más compañía que los árboles y el ganado, y de pronto la revelación de un pueblito moribundo o escondido que nadie entiende cómo surgió del horizonte. Criterios aplicados por la Administración Pública en materia de comunicaciones (ferrocarriles y aeronaves) han multiplicado estos espectáculos de "poblaciones fantasmas" y tristeza nacida de la desaparición del trabajo. Es que en los posmodernos noventas, eso de trabajar era para los antiguos. La onda, con los resultados por todos conocidos, era la degradación sistemática de la cultura del esfuerzo entusiasta, esa huérfana tan hija de los ratos de ocio creativo como de la transpiración de los agricultores. Estudien latín si quieren salir de dudas: colere ha dado cultura, culto y cultivo. Estados de veneración colectiva del misterio de estar vivos.

Son malos momentos para el individuo y el colectivo. Tiempos desconcertantes, de sinuosas personas y silencios, por lejanía o indiferencia o desconcierto, vaya uno a saber, de quienes más se aprecia (y sin embargo reencontramos sus voces, sus palabras, sus ideas, sus modos, en otros que no son ellos pero podrían ser de la familia también). Atravesamos uno de esos oscuros períodos de la Historia en que si uno fuera paranoico ajustaría su conducta a la idea de que los sucesos adversos están perfectamente encadenados, como obedeciendo a un hipotético plan urdido ignoramos por quién.

Este que escribe solía tener en épocas no tan lejanas cierta capacidad para hacer reír a la gente, que no es tanto un don como un cultivo. Y una aptitud para soñar despierto sin perder contacto con la realidad, fruto de años de lectura y conversación. Pero cada vez leo menos, cada vez repaso menos esa colección hecha en recorridas por librerías de viejo de distintas ciudades, con dedicatorias de diferentes manos (no todas dirigidas a mi augusta persona, como suele suceder en estos casos), con olores de humedades y tabacos lejanos en el tiempo y el espacio. Me agradan los olores y los colores y el tacto de las cubiertas, lo mismo se correspondan con la encuadernación original que si resultan ser los improvisados en mis acaso desprolijas restauraciones caseras.

Todo eso acabará. Las luces las percibo cada vez más difusas. Las letras, más borrosas. Las distancias, cada día más desalentadoras. Cada anochecer manifiesta, en un proceso que los años aceleran, el íntimo monólogo del desgaste de la azarosa combinación de sustancias que forma mi ser. Uno nota similares matices de desánimo, tristeza y decepción vitales en gente que sabe capaz de disfrutar los matices de la vida y lo mejor que tiene, o sea los reencuentros con los instantes de felicidad después de soportar algún temporal. Nuestro tiempo de vida nos ofrece la felicidad como instantes que uno nunca sabe cuándo se darán, y que son los momentos en que más naturalmente sonreímos. Acaso suceda que muchos han querido imaginarse instantes de felicidad no separados entre sí por otra clase de porciones de tiempo más oscuras. Cuando la realidad le empieza a ganar la partida a esa fantasía empiezan los conflictos íntimos y se borran muchas sonrisas. En lo personal, me ha sucedido tener broncas estúpidas con gente afín por esta cuestión, y eso es una de las cosas que más contribuyeron a erradicar también de mi ánimo la disposición al gesto alegre, el hábito de compartir felicidad. El instinto de buscarla queda, pero ante cada golpe se torna más desgastado, más voluntarioso y menos espontáneo. Lo que tiene también su costado positivo: a partir de esas frustraciones, si uno se descubre sonriendo con ganas, será porque verdaderamente está alegre, no porque socialice fingiendo. Eso me gusta.

Nada es mejor a cierta temprana edad que armarse un mundo propio donde uno pueda refugiarse de a ratos para que la vida pase por el costado, sin rozarnos. Nada mejor, ya más adelante en el tiempo, que ponerse a un costado del camino cuando nos resulta imposible andar al ritmo de la multitud. Es que hay demasiado loco suelto, demasiado miserable con patente de corso también. Lo dramático, como le comenté a alguien recientemente, es ver a tantos de nuestros mayores convertirse en una suerte de protocolo médico ambulante que mendiga la atención de los seres queridos y espera no ser arrollado por quienes todavía tienen ánimos para apurar el camino mientras construyen sus paraísos provisionales sin pensar que hay un prójimo. Como es igualmente dramático (pero no trágico) verse uno mismo reflejado en ese futuro: el arpa para algunos de nosotros está todavía muy lejos, pero ciertamente más cerca que la guitarra de los años mozos. Nos sonreímos igual, cuando alguna circunstancia dispara el regreso del atorrante dispuesto al disfrute que hemos sido, mientras otros fingen ser personas maduras y estables y no darse cuenta de nada.

Un alter ego mío, al respecto, ha matizado aún más esa idea: se nace solo, se muere solo, y nadie se sentiría atropellado por la corriente de la vida si no fuera porque a partir de cierta altura del camino, por gastados y molestos, nos desamparan. Momentos de felicidad se los puede tener de la cuna a la sepultura. Ocurre que se toma conciencia de que va terminando este Maratón y no hay ningún atributo que salve a estos atletas envejecidos de esa soledad final. ¿Cómo la afrontará cada uno de nosotros? De eso se trata cuando se habla de dignidad y sabiduría, me temo.

Ruego nadie se entristezca con mis palabras. Ocurre que esta humilde bitácora se lleva singladura a singladura en recuerdo -entre otras- de la similar aventura de Robert Burton, que no encontraba la cura ni la descripción eficaz al mal de la melancolía; sólo podía sentirla. De alegrías y tristezas está hecha la vida. Cuando alguno de nosotros se siente desanimado durante períodos más o menos largos es porque existe algún desajuste entre nuestras más queridas aspiraciones, nuestros sueños, nuestros pequeños mundos personales, y la cruda realidad circundante. No permitamos que nuestros sueños se escapen sin intentar vivirlos en la medida de lo posible. Para eso hay que empezar por algo a que aludiera Dante: dominar a los más eficaces de nuestros enemigos, esos que nacen de nuestra imaginación de felicidades esperadas y no vividas. Parece ser que en esta extraña vida se encuentra felicidad hallando lo que nos gusta pero no se busca, y que cuando se lo busca no siempre se encuentra exactamente como se quería, o no se lo consigue en el tiempo apropiado.

Llegaremos al final de esta aventura, al conocido remate de la carretera. Dejemos algo que compartir, algún gesto siquiera, que haga que la ausencia definitiva sea considerada por algunos que sepan de nuestra huella como una terrible injusticia.

"El drama ha terminado. Entonces, ¿por qué se adelanta alguien? Porque uno sobrevivió al naufragio."
(Hermann Melville, "'Moby Dick' o 'La ballena blanca'", Epílogo; traducción de José María Valverde).

domingo, abril 03, 2005

¿Para qué sirven las palabras?

Al responsable de perpetrar los textos que pueden ustedes leer cuando asoman las narices por este blog las formas de los discursos le importan muy poco. De hecho, con amigos formados en Psicología y en Filología suelo discrepar de cabo a rabo a la hora de interpretar la realidad a la luz de los dichos ajenos, porque considero a la palabra y el lenguaje como lo que son: un mero instrumento de comunicación, y al discurso como la circunstancial manifestación de un parecer, de un razonamiento o de una sensación, o de todo eso junto. No ando buscando proyectarme en el otro, imaginando complejas estrategias subyacentes en su discurso, y opino que una gran parte de los malosentendidos entre seres humanos nace de la hipertrofia de la inteligencia, uno de cuyos efectos es andar por ahí buscando significados adicionales ocultos en simples manifestaciones de lo que circunstancialmente le ocurre al emisor de un mensaje. Es, casi casi, como buscar mensajes satánicos escuchando en reversa los clásicos del rock'n'roll u otros desventurados géneros de la música popular, cosa que más de un@ que conozco andará haciendo por ahí, para luego fingir en nuestra presencia que no le patina el embrague.

Me explicaré un poco más: la inteligencia es una de las herramientas con que cuenta el animal humano para satisfacer su necesidad de mantenerse con vida mediante el necesario apoyo de sus semejantes. Que la evolución de la cultura haya ido llevando a algunos individuos de la especie, los mejor dotados - gracias a su hábito de ejercitar la memoria - para recrear entes y combinarlos por representación al margen del tiempo, es decir para su uso abstracto, anticipándose figuradamente a lo que acaso ocurrirá (o no), a emplearla como un fin en sí mismo, no quita que ese uso diste de ser el primordial de esa facultad del entendimiento. El abuso de las facultades intelectuales es un subproducto de la cultura, un daño colateral que tiene su origen en una consecuencia indirecta de la civilización.

Ligada con la inteligencia funciona la memoria, que viene a ser, por obra y gracia de la aplicación de la inteligencia a hechos ocurridos en otro tiempo, un verdadero campo de batalla. El gran problema del ser humano parece ser cómo captar eficazmente la realidad, incluso partiendo de la sospecha (desarrollada por memoria, por experiencia) de que tomar los hechos tal y como son no es tarea sencilla, porque nuestros sentidos e inteligencia, si los desviamos de su finalidad esencial y nos convertimos nosotros mismos en objeto de conocimiento so pretexto de conocer los demás entes, pueden engañarnos. Quiero decir que la subjetividad hábilmente formulada no es ciencia, en el sentido moderno de esta expresión. A lo sumo, será una fantasía que le prepare el terreno indicando hechos antes enigmáticos y ahora planteados como problemas a investigar, una suerte de metafísica (y quienes me conocen saben que opino de la metafísica algo parecido a lo que decía Manolito Kant).

Muchas veces uno tropieza por ahí con gente que sólo está interesada en imponer su discurso, con independencia de la veracidad o ajuste a la realidad que pudiera tener. Pero ocurre que si se somete la propia convicción a debate, si se comparten dichos que manifiestan puntos de vista propios, es sólo para poder entre todos captar más cabalmente la realidad. No para quedar bien ni para sentirse parte de un grupo determinado del que no queremos quedarnos afuera (a veces resulta preferible ir por algunos tramos del camino de la vida injustamente solo antes que hacerlo simpáticamente mal acompañado), sino para saber qué es probablemente verdadero. Para aproximarnos cuanto podamos a lo objetivo, lo que puede compartirse como universal con otros seres que perciben y conocen desde sus respectivos puntos de vista.

Un discurso que comienza a predominar en un medio social determinado puede expresar a personas que, buscándolo o no, acaben por reencontrar una antigua receta para evadirse de la realidad: proclamarse poseedoras de la verdad y perseguidoras de la libertad, pero sin avenirse nunca a aceptar que nuestro análisis del estado de cosas respecto de los mismos entes a que ellos dicen referirse pueda ser diferente del suyo porque parte del concepto del discurso como herramienta de comunicación, sometido a permanente revisión y reajuste de validez y veracidad una vez confrontado con los hechos, con la realidad propiamente dicha que intentamos comprender, sea la realidad presente o la de otros tiempos. No por nada una profesora de Lógica y epistemología me decía hace muchos años que las Matemáticas y la Historia rompen el molde común científico porque en un caso el objeto de estudio es la propia mente del estudioso abstrayendo nociones y creando universos paralelos, y en el otro el objeto estuvo vivo pero se murió, y hay que ponerle a la vez imaginación y rigor a reconstruirlo en base a testimonios, por lo cual el investigador está a veces solo con su propio mundo como un matemático... o como los escritores de scientifiction de que hablábamos en las anteriores entradas y sus comentarios. Tomando otro camino diferente que el del testimonio tal como nos llegó no haríamos sino desviarnos tras el camino de las apariencias, de propósitos inexistentes que estaríamos atribuyendo a los emisores del discurso bajo análisis. Pero tenemos la permanente tentación de "barajarlos" como posibilidades, cuando lo que importa es saber si ese discurso que estamos elaborando para comunicar el resultado de nuestra experiencia perceptiva de esos rastros del pasado se corresponde con lo que probablemente en este mundo haya sido alguna vez. La Historia se puede falsificar, sí. Pero sólo la complicidad de quien se niega a preferir la veracidad por sobre la estética y anteponer el esfuerzo por sobre la comodidad permite que el engaño se haga perenne.

No pocas veces nos encontramos ante manifestaciones literarias de sujetos sagaces que, gracias a nuestra ingenua pretensión de saber mejor que ellos lo que han querido decir, podrán luego volver a mantenernos hipnotizados tras una nueva serie de falsas realidades a partir de la continuación de los elementos de un discurso que nosotros les hemos hecho el favor de interpretar en un sentido nuestro pero que no es el de quien lo ha empleado. No pocas veces los seres humanos, cuando hablamos, no queremos decir NADA. Los vivos de la Historia suelen aplicar una técnica depurada de pescadores con red: emiten sonidos, y ya aparecerá un zonzo que interprete mejor que ellos lo que han querido decir, si es que algo han querido decir. Y entonces nos confirmarán: "justamente de eso se trataba, felicitaciones por tu perspicacia".. Con tanto psicoanalista y filólogo suelto los chantas de nuestro tiempo la vienen teniendo muy pero muy fácil para vender como realidades sus hipócritas verdades formales, esto es, sus apariencias de pensamiento. Entre ellas, alguna vez tendré tiempo y ganas para escribir sobre la que parece estar de moda en ciertos sectores del periodismo y las ciencias sociales y sostiene que la cultura (palabra que viene de una raíz latina que indica el esfuerzo laboral agrícola) es exclusivamente hija del ocio, camelo muy útil para justificarse a sí mismo cuando se es uno de esos cajetillas egomaníacos y autistas que fingen con su discurso simpatía por las causas políticas en que van involucradas acciones tales como la integración de quienes están excluidos del consumo más elemental y de los auxilios más necesarios, o sea del tiempo y el dinero de sus semejantes más afortunados. Es un cuento más viejo que la humedad, más antiguo que la escarapela, muy ligado al hábito de confundir a las formas con la sustancia de lo que se dice tanto como a la incapacidad para aceptar la percepción de la realidad en su parte menos agradable (pero tan verídica como nuestro eventual disfrute).

Acaso por todo esto que acabo de manifestar sea que la pregunta más útil, más científica, más apta para exonerar charlatanes siga siendo la misma que todos los seres humanos curiosos y decididos a encontrar la verdad, aunque duela, en cada encrucijada del camino, venimos haciendo desde la infancia: ¿y por qué?.

Ya hubo quien lo dijo en un libro suyo supuestamente para niños: "Todas las personas adultas han sido niños alguna vez. Pero muy pocos lo recuerdan..."

Aquí concluye el sainete, escrito bajo el influjo de la cerveza negra y corregido bajo el de la yerba mate. Sepan los intrépidos navegadores del tiempo poner en evidencia sus seguramente muchas faltas.