lunes, junio 11, 2007

La insignia (o "El 99º aniversario")

"Al cabo de un largo monólogo, el Míster Peregrino Fernández recordó sin pizca de arrepentimiento que más de una vez había puesto doce jugadores en la cancha sin que nadie se diera cuenta."
[Osvaldo Soriano: 'Nostalgias', en "Piratas, fantasmas y dinosaurios", Grupo Editorial Norma; Bogotá-Buenos Aires, 1996; página 263.]



Se juega un partido de fútbol. Hay valores y honores en riesgo: la identificación con una identidad colectiva, el esfuerzo por amor al juego mismo, el respeto a los compañeros, la dignidad personal. Y la vida privada del futbolista y del hincha. Se defienden, como en el arte, una praxis, una ética y una estética, y cada escuadra debe saber exactamente a qué juega, y comprender, aunque no comparta sus principios, a qué juega el rival, y por qué. El deporte de equipo concebido de esa manera enseña a enfrentarse con otras mentalidades, a 'poner huevos' (en argentino básico: 'superar el miedo a tomar riesgos'), y a perder. También, a compartir los triunfos y hacerse responsable de aquellas derrotas que no resulten ser causadas por la simple y sana superioridad del circunstancial adversario, en cuyo caso se tratará de asimilar la enseñanza para jugar mejor.

Permanentemente se está, según sean las alternativas del juego, entre el cielo y el infierno, y se depende no sólo del esfuerzo inteligente sino -además- del azar: se ganan y empatan partidos que se pudieron haber perdido, y se cae derrotado o se hace tablas en aquellos que el 'mereciómetro', artificio de mensura no contemplado por el Reglamento de la FIFA, indica que se ha sido netamente superior al rival. Por eso, los grandes deportistas, como los grandes tahúres, siempre son tipos que saben por qué están jugando, y apuestan a los plazos largos de la sabiduría oportunista y del esfuerzo entusiasta, aunque para llegar a ganar cuando menos se lo esperan antes tengan que perder mil veces las ilusiones propias y ajenas por el camino.

Supongo que soy de San Lorenzo porque desde muy chico me llevaba bien con lecturas y dibujos animados sobre piratas y superhéroes bizarros que hacían suyas todas las empresas posibles pero altamente improbables, y encima, cada tanto, ganaban. No es absurdo, por lo tanto, confundir al lateral derecho de nuestro equipo favorito con el Súper Agente 86, con Sandokan o con Philip Marlowe. ¿Por qué no? En el mundillo de causas perdidas, cada feligrés tiene su Iglesia; ser del Ciclón es la mía. Era un acto de fe el solo hecho de ir a ver un partido en esa gradería de dobles tablones desvencijados cuya capacidad andaría por los cincuenta mil espectadores, torres de iluminación modelo 1937 y mástil dentro del terreno de juego, una platea perimetral en forma de C (desde la que no se veía un carajo, pero estaba siempre llena), y anchos pasillos de baldosas dibujadas multicolores, típicas de las primeras décadas del siglo XX, acaso puestas en 1914 o poco después, con los puestos de panchos y pizza de cancha encima, junto a los alambres de la platea antedicha. Una porquería sublime, viera usted. De ese primer alambre, el del lado de adentro, el que daba a los pasillos, ataban en la cabecera local los de la barra un extremo de las banderas, que subían hasta el cielo de Boedo para sujetarse por la otra punta en los parapetos de la cabecera, rematando ese paisaje kitsch.

Uno pasaba bajo las tiras de tela azulgrana, tras sortear a los controles en los molinetes, volvía la cara y tomaba rumbo a su sitio preferido: en esa popular local, dando espaldas a la Avenida La Plata, había ubicaciones tradicionales según el temperamento y la audacia de cada cual. Así, el codo que conectaba con la platea "Bodas de Oro", comenzando un lateral más bajito que las otras tres tribunas, de espaldas a la sede del club, que todavía está, era ocupado por gente impetuosa y gritona, con mayoría de socios de cancha menores de cuarenta años de edad. Inmediatamente al lado de los bullangueros insultadores, la pesada, reja de por medio, cara de pocos amigos, y bandera larga por encima. Junto a esta, otro sector de gente 'under 40', y desde el otro codo, más alto, que completaba la popu hasta conectar con la oficial (ésta era algo así como la actual Norte del Bidegaín, pero menos poblada de asociados amargos) se situaban los niños con sus padres, tíos o abuelos más tranquis mezclados con vejestorios quejosos que pretendían que delanteros de dieciocho años con tres partidos en primera jugaran como ellos juraban lo habían hecho Lángara, Pontoni o Picot. Una vez, con un impresionante disparo de media cancha lanzado desde las cercanías de la línea de toque, a la altura del mástil hacia el arco de Avenida La Plata, el Negro Chazarreta empató el superclásico contra la no-entidad del aerostato, del inefable tovarich Menotti, del presidente de AFA Dr. Bracuto y por supuesto del referí temeroso del quemero plenipotenciario presidente de AFA, y que por eso, sin duda, nos había anulado dos tantos legítimos. Esa tarde, uno de estos fastidiosos ancianos tuvo el honor de morirse de un infarto ipso facto, mientras ese golazo evitaba la victoria artificial de la Sociedad de Fomento de Parque de los Patricios.

El ingenio popular sanlorencista debe en realidad muy poco a los "barras" del Ciclón, que casi nunca han cumplido con las prestaciones esenciales del matón de estadio. Muchas veces los pesuquis llegaban tarde, o se dejaban afanar las banderas, o no las traían, y -lo que es peor- no gritaban. Así que para motivarlos y recordarles su deber como orfeón estímulo de los anfitriones, empezaba el codo bajo con los cantitos, el contagio por el resto de la popu se producía, y cuando veían que eran los únicos pajarones que se quedaban afuera, entonces arrancaban ellos también. Otros tiempos. Hoy, tomando las precauciones del caso, les recomendaríamos cambiar de 'dealer'.

Cualquier gol hacía temblar el obsoleto estadio de hierro y madera, que parecía se iba a derrumbar. Si había varias conquistas, uno se cagaba encima de miedo y se agarraba más fuerte al paraavalanchas. Recuerdo especialmente un partido contra el ex Racing de Avellaneda, obviamente con el Gasómetro lleno hasta lo imposible, en que el resultado cambió tres veces de mano, la última en el minuto noventa, y temí acabar entre las chapas de las instalaciones que estaban debajo de los tablones. Nunca comprendí cómo la vieja catedral resistió más de sesenta años, dos veces la vida útil de cualquier estadio de esas características. Ni por qué San Lorenzo no construyó otro, allí o en otro sitio, mucho antes de la catástrofe social y deportiva de principios de los ochenta.

Capítulo aparte merecían las de la platea de socias, una de ellas siempre con una camisa azulgrana que llevaba estampado o cosido el número seis u ocho. Damas ricas en hidratos de carbono que puteaban sistemáticamente a todos los rivales indeseables: "¡Morite, Bobington!"; "¡Si serás amargo, Alonso!" Etcetera. A veces, las agresiones de palabra del selecto público femenino, que años antes idolatrara a Doval y al Bambino, las ligaba alguno de los nuestros, por torpe o por calesitero, o porque sí nomás, y el tablón en pleno se sumaba al reproche. Kadijevich, Sconfianza o el Japonés Tojo figuraron, a principios de los setenta, entre los más insultados por el pequeño grupo de treinta mil o cuarenta mil inadaptados cuervos que se daban cita a tal efecto en el venerable recinto. También Figueroa, hasta que la empezó a embocar seguido (su mejor cliente fue River, en campeonatos locales y en la Libertadores), y Scotta, que recién zafó cuando dejó en paz a la estratosfera, y le entró a acertar al arco de Avenida La Plata, y -ya que estaba- al de Muñiz también.

Los veteranos del tablón, además, guardaban memoria de los fantasmas del pasado azulgrana, para apresurarse a repelerlos si volvían a tener la mala idea de reaparecer por nuestro lujoso coliseo. Así, el referido Gringo Scotta fue visto, hasta el Nacional de 1974, como un peligro para nuestra salud deportiva, pues traía el infausto recuerdo (decían mis mayores) de gente incapaz de tirar correctamente un centro, pecado del que acusaban a los extremos derechos Facundo y Carotti, delanteros y goleadores a quienes jamás vi jugar.

De niño y adolescente, época de la vida en que estamos más predispuestos a creer las mentiras de nuestro círculo de relaciones, nadie me avisó que esos cuatro campeonatos (dos de ellos invictos) en siete años, no eran algo normal para nosotros ni para nadie, como que yo era un sanlorencista afortunado, y a diferencia de mis antepasados, que debían conformarse con algún ocasional relumbrón santo, me había tocado la mejor etapa de la historia futbolística cuerva. Llegué justo a tiempo para ver cómo los nuestros empezaban a ganar campeonatos, y a hacerlo seguido, como los grandes 'caballos del comisario' de nuestro fútbol, que ni falta hace decir quiénes son.

No hay posibilidades de explicar lo que yo sentía, por sólo citar ejemplos, cuando Irusta salía del arco a descolgar un centro o el Gordo D'Alessandro alternaba atajadas espectaculares con tonterías increíbles como un 'carring' que le cobraron en cancha de Banfield, en el '72; cuando Ortiz, Veglio o Beltrán desparramaban rivales por las inmediaciones del área, cuando Telch robaba cada pelota que pasaba por el mediocampo. O cuando el Sapo Villar (mi ídolo) salía del fondo tirándole caños a los delanteros o se fabricaba foules haciéndose una zancadilla a sí mismo en una pelota dividida para cortar mañosamente una corrida del wing, y todos protestábamos indignados por la violentísima acción del ingenuo delantero de la visita. Lo mismo, si Glaría o Espósito operaban a su víctima de los meniscos sin cobrarle nada por el servicio, si García Ameijenda la metía de tiro libre, o Cacho Heredia la embocaba de penal. O en cada oportunidad que Cocco, el Gallego Rosl, Rezza o Piris ganaban de arriba y cabeceaban todos los centros en el área rival, cuando el Lobo Fischer araba la cancha. O aquellas ocasiones en que Pedro González, o el auténtico Ratón Ayala -con cabeza gacha- o el Gringo Scotta -con pecho inflado- se iban como locomotoras rumbo al gol. NADIE DESPUÉS JUGÓ COMO LO HACÍAN ESOS TIPOS. NUNCA. No importaba quiénes los dirigieran: siempre parecían jugar como correspondía a un cuervo, porque el hincha, que es demasiado torpe o cagón, o demasiado viejo, lo único que espera del futbolista, trátese de un especialista en lujos como Silas o un guerrero como Michelini, es que el tipo juegue por él. El lema es siempre el mismo, desde 1908: "Los Forzosos de Almagro desafían".

Siempre se juega por la camiseta. Siempre, en la óptica del hincha, se juega por el juego mismo, como cuando éramos pibes. Y se equivocan fiero los profesionales del asunto que, creyéndose vivos o pragmáticos, dan prioridad a los morlacos por sobre los logros deportivos: cuando sean muy pero muy viejitos, acaso el único consuelo que les quede no sea la extremaunción ni el recuerdo de sus seres queridos, sino el eco del lejano aplauso de la tribuna de algún club que quizás no les pagaba puntualmente el sueldo, del que acaso nunca fueron simpatizantes durante más de noventa minutos. Sé que algunos futbolistas y entrenadores "de importación" se descubrieron, sorprendidos, las franjas de colores "azul y rojo (grana)", según norma el artículo 2 de los Estatutos, cruzándoles el alma como si ellos también fueran oriundos de Treinta y Tres Orientales y México. Sé, también, que los que no pudieron volver tampoco pudieron borrarlas. Es que... les voy a contar un secreto: los que andan bien son siempre los mismos, desde que nació el club; se trata de un puñado de almas selectas que transmigran de un cuerpo a otro, de generación en generación. Y saben que San Lorenzo no se rinde.

Para finalizar, dos apuntes. El primero, una mención a los cinco mejores jugadores visitantes que vi pisar aquella cancha gloriosa: Mario Zanabria, de Newell's; Enzo Ferrero, de Boca Juniors (el delantero más espectacular que vi en mi vida); el maestro Ricardo Bochini, de Independiente; y dos grandes de la infame Sociedad de Fomento, Miguel Ángel Brindisi y el demente René Houseman. El segundo apunte es el siguiente poema, o lo que fuere, de Sergio Levinsky, escrito en Barcelona, en Enero de 1999...





C A S L A

Aquel círculo blanco a la altura del corazón
no era un garabato más,
ni una mancha que la fregona incansable
con los colores azulgrana en el alma
y en la convivencia diaria,
acaso desdentada y casi inmóvil, no pudo quitar.

No.

Aquellas letras cosidas seguramente a mano,
con horas de amor y abstracciones,
representaron una época gloriosa,
en la que defendíamos lo nuestro porque sí,
porque era nuestro
y jugábamos (jugaban) también por lo nuestro.

Por eso, muchas de esas desvencijadas camisas
con colores pintados en forma vertical
(u horizontal, ¡qué más da!),
aquellos botones cosidos por aquella viejita,
representaron momentos en los que
pintábamos el cielo gris desde los tablones de madera,
pero nuestros, con los colores de la imaginación,
"los nuestros".

Aquellos once, alambrado de por medio,
eran los nuestros, nos representaban y se jugaban
por lo que nosotros quisiéramos que se jugaran.

Y entonces fue "El Ciclón", y fueron "Los Matadores",
aquellos que vi de la mano de mi padre
preguntándole, inocente, qué significa
"el gol del honor", aquel con el que los pobres
se contentaban de hacer para no quedar zapateros.

El gol del honor....

Tiempos en que el honor existía
aunque más no fuera para no perder sin marcar.
¡No salir del campo sin marcar!
Era un deshonor hace ya tanto tiempo,
cuando el CASLA ocupaba el lugar del sentimiento,
la viejita lo cosía a la altura del corazón
y era lo único que obstruía
aquellos colores azulgranas.

Parece que hubiera pasado un siglo
y sólo son algunas décadas que van
plateando nuestras sienes
y nos van mostrando el paso del tiempo.

Hoy no hay Gasómetro, ni viejita,
ni camisa con botones,
nadie sabe qué es el gol del honor
y el CASLA dejó su lugar a publicidades
que pocos entienden,
menos aún los que gritaban los mismos
goles que los que los marcaban,
y padecían lo mismo que aquellos que los sufrían.

El CASLA era nada menos que el
Club Atlético San Lorenzo de Almagro.
Hoy aquel azulgrana puede ser bordeaux,
rojo o cualquier tonalidad de azul,
que las cámaras puedan tomar.

Y el CASLA, aquella ridícula inscripción,
dio lugar a la ultramoderna propaganda que también
pasará al olvido, cuando otra ponga más dinero.
Y cuando ya se cansen de ofertar, cuando quede
todo podrido y el último apague la luz,
la viejita volverá para cerrar bien la puerta
y en sus manos traerá una inscripción
para colocar en las desvencijadas y empobrecidas
camisetas clase-media de Boedo.

Colocará aquel CASLA con el que San Lorenzo creció
y se hizo de una identidad.
Acaso allí muchos se den cuenta del tiempo perdido.