martes, agosto 14, 2007

2007, A Cyber Space Odyssey.

"San Agustín -hombre que invoco adrede para fortalecer la opinión de quienes me juzgan agusanado de antiguallas- escribió una vez que, en el discurso, habíamos de apreciar la verdad y no las palabras: In verbis verum amare non verba. Conjeturando que una verdad sin palabras, quiero decir un pensamiento sin enunciación, es un antojo asaz difícil, quizá convenga más parafrasear lo antedicho y apuntar prolijamente que en el discurso no hemos de consentir vocablos horros de contenido sustancial. Basta hojear un poema rubenista para convencerse que existen esas palabras fantásticas, más enclenques que una neblina y gariteras como naipe raspado." [Jorge Luis Borges: "Ejecución de tres palabras", en "Inquisiciones" (1925); Alianza Editorial, Madrid, 1998; pág. 167.]

Leemos, o releemos, en busca de palabras precisas y nunca ajadas en partidas de truco, a algunos buenos narradores argentinos de los años sesenta y setenta, inmediatamente antes de la hecatombe, una sucesión de hechos bochornosos que las mentes menos obtusas vieron venir y, efectivamente, se desató en aquel empetrolado año de 1973. Por ejemplo, acudimos a textos de Germán Rozenmacher, fallecido en 1971, y descubrimos o redescubrimos: "Cochecitos", "Los ojos del tigre", "Esta hueya la bailan los radicales" y el magnífico "El gallo blanco". El político, el sargento y el pulpero de este último cuento no se olvidan fácilmente, y con un poco de buena fe y mala suerte podrían ser ucronía de personas que hemos conocido.

En esas narraciones creímos encontrar ratificada nuestra antigua sospecha, generada en que por entonces éramos niños - y suspendida merced a la engañosa esperanza de los ingenuos - acerca de la total conciencia de parte de algunos protagonistas de esa época, no importa su lugar, respecto de lo que estaban haciendo, y de las que supieron o debieron razonablemente saber serían las consecuencias necesarias, desgraciadamente concebibles, por posibles y altamente probables, de sus actos propios. Consecuencias anticipadas en el imaginario desde los años cincuenta y sesenta (acúdase a comprobarlo en cualquier hemeroteca o librería de viejo o, más simplemente, a navegar sitios como por ejemplo "Mágicas ruinas"). Actos propios de los que casi ningún superviviente, de los buenos ni de los malos, se hizo cargo. Aclaro, por las dudas, total los aludidos tienen sesenta o más y yo soy, por unos meses más, un juvenil sub 45: no califico a nadie, ellos solos lo han hecho y en eso continúan, sin ponerse nunca de acuerdo respecto de cuáles serán unos y otros. Cuando yo tenía veinte, decían de sí mismos que eran unos fenómenos, mientras el suscripto lo ponía seriamente en duda; veinticuatro años más tarde, seguimos en la misma situación. Sospecho que a las nuevas generaciones, muy ocupadas en vivir mirando al futuro, como corresponde, no les importará demasiado la calificación que los tipos se pongan y se habrán ido formando, mal o bien, sus propias opiniones al respecto, que continuarán ajustando con el paso de los años.

Hay un presente, en las calles y los campos, lleno de paradojas temporales, juegos de palabras, "significantes vacíos" (expresión de moda en política; no problemas sino enigmas, como las tres palabras oportunamente ejecutadas por Borges en 1925), nieve en Buenos Aires, vida caótica y aventurera en el marco de instituciones caducas a cargo de solemnes aficionados. Los libretistas de la Nación, ejerciendo de vates, han cumplido con creces, y lo cotidiano de carne, hueso y piedra imita a lo ultramoderno cotidiano virtual. Lönnrot, Irene, Juan Salvo o Pepe Sánchez, entre otros, pueden descubrirse oportunamente encarnados por esas calles de Dios. Recuerdo decía el joven Georgie, en algún otro de sus libros de ensayos, casi seguramente "Discusión" (edición príncipe de 1932 por Gleizer, "el último de los editores románticos"), que el propósito de la literatura de ficción no es la recreación intelectual del lector sino la emocional, y quien se escudare en la hipertrofia de la razón para negarse a la identificación con una emoción bien transmitida con palabras será inexorablemente un mal lector, al menos de ese escriba narrador o poeta. Espero no estar inventando lo que acabo de poner en la prestigiosa boca de otro; al fin y al cabo soy también, aunque en grado más modesto, un sinvergüenza y agusanado lector de antiguallas...

Cada tanto nosotros, lectores, salimos de nuestra amada burbuja de papel y tinta. Radica en ello nuestro usual desinterés por la sutil inteligencia de ajedrecista que como majestuoso pato criollo demuestran a cada paso otros excelsos ejemplares de la especie humana a la hora de tomar decisiones para impedir la inercia histórica. Y por eso en estos días hemos vuelto a mirar con mayor atención lo que pasa en la calle. La calle de hoy está decididamente peor, para la gente y por la gente, que la de hace unos pocos meses atrás. No sólo por las baldosas flojas, que, en todo caso, serán susceptibles de la acción reparadora de expertas cuadrillas de albañiles. Encima de las baldosas, cuando yo era pibe, era raro que durmieran personas. Si hasta era raro que, con la excepción de grupitos de gatos callejeros, durmieran mascotas...

¿No future? Tal vez sea que el futuro llegó, hace rato; que lo sospechábamos desde hace un cuarto de siglo y no le habíamos dado suficiente entidad, no tanto racional cuanto emotiva, como para estar convencidos del cada día más diminuto tamaño de la esperanza. Las noches de frío es mejor ni nacer, las de calor se escoge matar o morir, y así nos hacemos argentinos... Cada cual pone a sus aventuras la banda de sonido que estima apropiada. A veces no es la que más nos gusta para soñar y reposar, sino la que podemos asociar emotivamente a nuestras percepciones.

En ejercicio de un arraigado hábito de cortesía, me despido saludando a ustedes con distinguida consideración. Y aquí viene el duro reverso, la lección de preceptiva, en lo que creo recordar decía, allá a lo lejos, Borges, y a su manera también enunciara el demente Wittgenstein: si al exponer una situación en esta ficción disfrazada de opinión generé recreación intelectual, pero no emotiva, si el contenido sustancial cae derrotado ante la eufonía y la consiguiente hipnosis lúdica de los enigmas verbales, juegos pseudoracionales buenos lo mismo para un barrido que para un fregado, entonces mi texto es malo, y nuestro tiempo se ha perdido. Lo que en buen cristiano se dice haber trabajado, uno y otros, decididamente al cuete; aunque los "posmodernos" y demás sectas intelectuales del último medio siglo hayan elevado semejante inhabilidad al rango de virtud y teleología.