sábado, julio 16, 2005

(Postdata) De la felicidad y el miedo: ¡vamos a la ruta!

La especie humana se clasifica para su estudio en dos subespecies, a saber: a) la Gente Buena y b) la Gente Mala. La Gente Buena decide cuál es la Gente Mala. Conozco a Un Tipo Sabio y Genial Que Simplifica En Teoría Todos Los Problemas: hace de ellos Enigmas, al revés de lo que se estila entre mentes científicas. Claro: nunca tiene en cuenta a la gente, salvo para clasificarla.

Leo, escucho música o sueño porque a veces necesito escapar de la vida cotidiana. También -en otras ocasiones- porque quiero recuperar al niño que alguna vez fui, o revivir contados por otros y a propósito de otros los instantes de felicidad que me sorprendieron sonriendo en un recoveco del camino, o dando la vuelta a alguna esquina. Y porque necesito encontrar y comprender otros mundos para reconocerlos y amarlos también como propios, porque leer o escuchar o mirar y compartir es también crear con el autor y encontrarse reflejado en sus palabras, sus sonidos, sus diseños. Acaso el significado de lo que se recibe es el que uno le encuentra desde su experiencia vital. Parece no tener nada que ver, pero como soy un tipo con cierta imaginación vinculada a la audición antes que a la vista, al sonido más que a la imagen, me suele venir a la memoria el final de una canción de los Beatles, "The End", cuya traducción libérrima sería: "Y al final, el amor que hayas recibido será la sumatoria del amor que hayas dado". Acaso al leer, al escuchar música, al apreciar una obra plástica, esté buscando escapar de las penas o la incertidumbre y recuperar a los que no están, a los momentos pasados, a los estados de ánimo que me hacen sentir yo mismo. Encontrar ese abrazo, ese color, ese sonido, esa sonrisa, ese beso, aquella carcajada, esa mirada profunda, esa enemistad o aquella incertidumbre que se perdieron en alguna voluta del tiempo y volverlos a saborear. Y tantas veces los he encontrado, hasta conociendo el mundo atormentado de artistas de temas profundos y expresiones hirientes, que no puedo dejar de darle una oportunidad de entrar en mi vida a cada grupito de palabras impresas, sonidos o formas y colores con pretensión artística que me tropiezo por ahí.

A veces, la felicidad te sorprende apareciendo por los caminos menos pensados. Casi siempre. Yo busco la felicidad, aunque me la transmitan con palabras, sonidos o rasgos que mientras me familiarizo con ellos me puedan resultar amargas.

A mí el miedo no me aparta de mi ruta. Sí la tristeza o la decepción. Pero alguna vez leí en un texto ajeno esta frase: "El miedo nos saca de nuestra ruta. De la nuestra, no de la impuesta por otros".

Algunos de los miedos posibles son los que siguen, a saber.

Miedo nº 1: A la soledad, que no es sino el camino al corazón de los demás que no recorriste hasta el fin por miedo. El mismo miedo que te hace guardar el llanto para la oscuridad solitaria de las noches o las demoras en el cuarto de baño.

Miedo nº 2: A no volver a encontrar a aquella mujer que fue tuya y ya no lo es por miedo a irte lejos de esos lugares que amas aunque están en la ruina: no te tocó nacer "culo de mal asiento", y ella -acaso- adivinó que te pondrías triste y silencioso para no mirar atrás, porque en tu opinión las únicas migraciones dignas son las de ida, y aprendiste del buen ejemplo de algún abuelo que ser de un lugar es un don que se cultiva o un encuentro que se hace pasión. No es digno ser espectador de los defectos de los tuyos desde la espléndida lejanía. Los emigrantes con huevos sólo ocasionalmente recuerdan los ojos que siempre tendrán en la nuca. Y cuando lo hacen es sólo para sonreír con el recuerdo de sus cielos, ríos y montañas infantiles, que son las mismas de todo el mundo pero percibidas a la manera de tu tierra.

Miedo nº 3: A abrazar a tu hermana, que vive en otro país. Tu hermana, hija de distinta madre, que alguna vez te escribió y se gastó una fortuna en hablarte por teléfono, con tus mismos ojos de cielo triste, tu misma sonrisa, otro acento para tu mismo idioma, y casualmente tu mismo apellido... y tu mismo padre, que también la abandonó a su suerte. Lo gracioso es que ni por joda te pusiste a pensar que tiene derecho a la herencia, y no tenés miedo a compartir las cuatro latas que le sacaste al sucesorio del viejo: simplemente fue la omnipresente tristeza la que te hizo escapar una vez más de enfrentar ese fantasma del viejo que aparece siempre, cada vez que viene o se va un amor, un amigo, una de esas estrellas de las noches o de las autopistas que tanto te gusta mencionar a los amigos y principalmente a las mujeres y que luego nunca sigues para asegurar tu destino, aunque te sabés hombre de buena suerte, porque es inexplicable que con tu torpeza social hayas conseguido vivir con mediana dignidad hasta el día de hoy.

Miedo nº4: A los viajes en avión y en barco: a no poder llegar al punto de destino, o a no poder regresar para pedir a los lectores de tus memorias aquello tan bonito y atorrante de "Call me Ismael", perpetrado una vez por Melville...

...Y así podríamos continuar enumerándolos infinitamente.

Así es como sucede que todo ser humano en ocasiones sabe que ha de regresar a su Itaca particular, pero no quiere aventuras. Descubre que le tocó en el reparto de tristezas y de miedos todo el menguado pero preciso repertorio de los que menos te convenían, como suele suceder. Quizá en tales ocasiones, como ya sugirió alguien, el émulo del astuto Ulises debiera simplemente rogar a Zeus que el camino de su Odisea particular sea largo, porque el stock de la suerte alguna vez se termina. Alguna vez debe uno hacer algo por sí mismo, y de paso por su destino.

El saber que hasta tu más encarnizado enemigo tiene miedos y tristezas, y que pueden ser los mismos tuyos, o distintos pero equivalentes, te puede devolver a la ruta. ¿A qué miedo le tendrá más miedo el que parece más valiente que nosotros? ¿A qué carajo temerán personas de esas que aparecen en los titulares de la prensa internacional, como Bush, Castro, el Papa, Blair, Putin u Osama Bin Laden? ¿A qué un militar integrante de una "Task Force" en territorio presuntamente hostil o un terrorista a punto de hacernos volar en pedazos en la vía pública por cuestiones de las que somos inocentes? Seguro que ellos también están tristes y cagados de miedo. Para averiguar cosas como estas, para saber cuál es el valor de la vida, hay que partir en expedición libertadora, a caballo de los sueños, con la esperanza en ristre y las estrellas de nuestros mejores recuerdos por guía. Y dispuestos a no tenerle miedo a ninguno de los agentes causales de la tristeza, así nos apunten con un arma letal. Más letal que la tristeza misma, no puede ser nada.

De todos modos, la mente humana puede apelar a la propia memoria emotiva para aventar las tempestades y sismos de los temores y sacarnos de la parálisis histórica. Así, por ejemplo, hay una imagen que nunca se materializará, pero me quita definitivamente cualquier miedo: es invierno, estoy frente a mi computadora, algo tristón, como suelo estar, con una taza de té con limón a medio tomar, y una mandarina a medio pelar, esperando su turno, como esta de la variedad llamada "criolla", pequeña y jugosa, y sorpresivamente me abrazan por detrás. Unos cabellos negros y unos dedos fuertes y largos me acarician. Algún olor a tabaco se esparce por el ambiente. La voz de ella no sigue a su suave perfume a vainilla y a menta. Ella está en silencio, pero su presencia asegura: "Aquí estoy, rubio: nada malo nos va a ocurrir"... Si me estuviera leyendo, no se agrande: es sólo uno de mis recursos para vencer la parálisis y volver a la ruta, no el único. Sí es el mejor de todos.

Buenas noches. A dormir.

[P.D.: Debo haber estado demasiado triste, porque este texto tiene un año de antigüedad. Saludos, Mr. Burton.]