miércoles, febrero 28, 2007

Selecciones literarias argentinas del Anti-Reader's Digest

Estamos padeciendo un cierto decaimiento de la calidad del lenguaje popular, que antes era picaresco y con oportunos toques de argot, pero de un tiempo a esta parte se aproxima de modo preocupante a los modos y sonidos del hampa y las personas con disfunciones intelectuales.

Pasar hambre, soportar tensiones cotidianas varias y vicisitudes hijas de la ineficacia de los regímenes políticos no es gratis pa' la salud, parece. Y leer o escuchar a determinados 'comunicadores sociales' (los otrora denominados simple y sanamente 'locutores' y 'periodistas') tampoco: bien decía hace muchos años el finado hombre de prensa cordobés Dante Panzeri, hincha de Estudiantes de La Plata y de Bochini, odiado en vida por sus mismos colegas que hoy lo santifican, que su profesión era, para bien o para mal, el primer preceptor del ciudadano en el camino de la vida. Se habla o se opina orientado por empresas de prensa gráfica, radio o televisión. Casi invariablemente, mal orientado.

Según dichos de otro pincharratas notorio, el escritor Ernesto Sábato, la de Académico (o, en su caso, la de crítico profesional) y la de Subcomisario son vocaciones que suelen nacer a la vez en la misma persona, que duda un tiempo acerca de cuál de ellas es la que debe seguir, y finalmente se decide por las dos, o algo así... quizás esto me lo esté inventando. Pero juraría que si buscamos en "El escritor y sus fantasmas" podremos leer algo parecido. Esta humorada del científico-novelista de Rojas alude a la pretensión de encauzar el pensamiento, el gusto y el consumo de la gente que comparte nuestros aglutinantes culturales dentro de algún sistema ideológico-político, pero no a través del sano proselitismo hijo del comercio de las ideas sino a partir de la admisión acrítica de la bondad de una ortodoxia (o, en su caso, una presunta heterodoxia) que se mide necesariamente por el largo, grosor y dureza del pene de su emisor como presunción iuris et de iure. La amenaza es, como en el "Estanciero", la tarjeta de "marche preso directamente". Salir de ese círculo dantesco de los réprobos termina siendo más difícil que sobornar al cabo de guardia. Con lo que Sábato acaba por tener razón ;-).

En la República meramente Argentina hay regiones culturales en las que se hablan castellanos radicalmente distintos, con vocabulario, sintaxis y tonada propias, y mezcla o coexistencia con otros idiomas. A la hora de escribir, lo hacemos combinando el lenguaje de nuestra región de origen con los demás en la medida en que nos han influido la lectura, la conversación, la convivencia con gente de otras zonas (tenemos buen elemento femenino en todas ellas, así que yo aprovecho las relaciones públicas para incrementar mi repertorio lingüístico). Perfectamente puede narrarse el mundo según las mentalidades argentinas, apelando al lenguaje de los diversos grados de la elaboración cultural de nuestra tierra. A veces, la influencia externa es benéfica, pero en no pocas ocasiones, una vez cuajado cierto estado de madurez del intelecto expresado en letras y palabras, establecidos ciertos códigos colectivos dentro de una comunidad, enrolarse en las maneras de otras sociedades humanas, hijas de una diferente historia, puede resultar incompatible con el establecimiento de una identidad entre unos emisores de discurso, escritores u oradores, que intentan comunicarse con otros receptores, lectores u oyentes. Esa situación mengua considerablemente la eficacia del lenguaje, por más que haya quienes se crean en el deber de aplaudir la extravagancia o la transgresión por sí mismas.

Los idiomas se crearon para comunicarse entre semejantes, no para negarse a compartir información con los inferiores, aunque seres superiores o que se creen tales nos tropecemos cada tanto, bajo la forma de periodistas, escritores y críticos (no hablemos ya de los boludos diplomados con y sin bitácora que pueden encontrarse por docenas aquí en Internet). La creencia en que la literatura y el arte en general son nada más que un juego, o principalmente un juego, se entrelaza con la grosería imperante hoy en lo cotidiano como degradación de la otrora espléndida cultura popular propia, hasta amalgamarse en un sinfin de vulgaridades en que coexisten lo peor que puede dar a sus semejantes el ser humano con la sobrevaluación de lo más flojo que han producido algunas eminencias de la cultura, a quienes personas facultadas por el azar histórico para servirse de medios masivos y masificantes de comunicación conocen apenas superficialmente y como íconos aptos para la propia exhibición ante el público. La repetición multitudinaria de una falsedad es, por efecto de la impresión que causan la cantidad y el adormecimiento del sentido crítico propio y ajeno, de una gran apariencia de veracidad. Pero sólo apariencia.

Ocultos en rincones de la biblioteca de uno cualquiera de los grandes autores criollos supersticiosos del eurocentrismo, por ejemplo don Julio Cortázar, cuya buena literatura solían estropear con su mala influencia, acechan escritores poco amantes de ir a los bifes: los Robe-Grillet, Queneau & Co. continúan, cada vez que acudimos a sus textos, masturbándose satisfechos en su cuarto de baño o jugando inofensivamente con las palabritas, en tanto que Sade y demás ordinarios de frenopático andan espiando tocadores femeninos y revolviendo letrinas y cementerios. Pero, en la misma estantería consultada de a ratos por ese lector que es también uno de nuestros escritores favoritos, los Camus, Malraux y otros, siguiendo a su manera la senda de Hugo, Baudelaire o Schwob, muestran cómo hacían la literatura francesa moderna, y los clásicos venerables del tiempo de los Luises, el Renacimiento y hasta Villon flotan sobre todos ellos como omnipresentes espectros. Para ambos bandos juegan Guillaume Apollinaire, y también el otro héroe de 1914, luego novelista insomne y proctólogo de nazis, más tarde 'vergüenza nacional', esto es, chivo expiatorio, Mr. Celine, y el tovarich Sartre. Si nos refiriéramos a otras literaturas extranjeras y su influjo en nuestros autores, descubriríamos un fenómeno parecido. Pero para tomar conciencia de ello deberíamos leer. A los nuestros y a los otros. Con nuestros ojos. Leer textos íntegros, no solapas. Formar la propia opinión, y no remitirnos a la que se nos impone.

El primer texto que acaso leerán, tomado de los anaqueles de la Gran Churrasquería Criolla "A los bifes", es fruto de la pluma finísima de un mendocino. Y parte de una novela defectuosamente resuelta: según mi personalísimo mal gusto, el autor pagó tributo en el desenlace de su atractiva narración a ciertas cuotas suyas de sadismo y amargura esencial. El segundo es un fragmento de un excelente cuentista hijo de un cantor de sinagoga, muerto allá por 1971 en la gloriosa Mar del Plata Atlantic City, asfixiado con gas, en un tipo de accidente que aun hoy, con lo caros que están el suministro de fluido, sea por cañería o por garrafa, y las pompas fúnebres, se lleva cada año a unos cuantos poco cuidadosos habitantes de la República y deja vivos pero intoxicados durante meses a otros muchos desaprensivos más afortunados.

Los copio porque, sin referencias alienígenas, tratan del tiempo, la distancia y la verdadera dimensión de seres, patrias y cosas. Y porque, me temo, sus autores están entre los muchos que hoy son poco tenidos en cuenta por nuestros intelectuales especializados, acostumbrados a zafar ante las nuevas generaciones con citas de segunda mano del maestro Borges o de Gombrowicz, señoras y señores sumamente descuidados de lo que pasó ayer o está ocurriendo ahora mismo en la calle donde viven, pero muy atentos a los eventos consuetudinarios que acaecen en la rúa, tales las novedades literarias ocurridas durante la última fiesta rave celebrada en el archipiélago hispanoalemán de las Islas Baleares (gran prosa la oratoria de discoteca de DJ Paco, el tan fumado animador musical, desde su cabina) o los campos de cultivo de opio inglés sitos en el Afganistán democrático liberado de los taliban (notable poesía en las letras de los cantos de trabajo de la mano de obra nativa, casi como el 'Go Down Moses': apuesto a que Martin Amis o Houllebecq de eso no se atreverían a escribir).

En estos tiempos de talleres literarios dados por amargos y chantas que pretenden desanimar en plan patotero a sus víctimas y disociar historia, ética y arte, bueno es repasar el ejemplo de la obra de señores como estos dos fallecidos ciudadanos argentinos que hoy el Anti-Reader's Digest ha seleccionado para solaz y confortación de Vuesas Mercedes. Uno, al fin y al cabo, es, antes que nada, lo que se ha propuesto que lo dejen ser. Como en el fútbol, lo cortés no quita lo valiente: ciencia y sudor, sutileza y huevos. Somos mayores de edad cuando aceptamos ser lo que queremos y podemos, y nos hacemos cargo, descartando el destino que nos imponen otros, diga lo que diga el artículo 126 del Código Civil con su pretensiosa acotación cronológica. Ahí me tienen a mí, con casi cuarenta y cuatro y todavía menor de edad...

Lo importante no es llegar, sino que muchos lo hagan. Que la mayor cantidad de cuantos se acerquen a un texto lo comprenda y haga propio en alguna medida, lo más aproximada posible a la utilizada por quien lo compuso y publicó. Si a veces, siquiera al redactar un correo electrónico, parecemos estar más cerca de esa meta - supuesto el caso que fuera necesaria - será porque antes existieron quienes no tuvieron dudas acerca de sacar fuerzas de donde aparentemente no las había para rehacer lo que descubrieron que estaba mal hecho y a su alcance mejorar. Y porque los leímos. Y, según parece, porque ni siquiera los dioses creadores, según la concepción argentina de la omnipotencia, estarían libres de su cotidiana u ocasional cuota de imprevisión o desánimo. Lean, lean:

"Me remontaba a la idea de un dios creador. Un espíritu que no hacía pie en nada, capaz de establecer las leyes del equilibrio, la gravedad y el movimiento. Pero su universo era una rotación de bolillas, mayores o menores, opacas o luminosas, en un espacio preciso, como recortado por el alcance de una mirada, en el cual el sonido resultaba inconcebible.
Entonces, por mis necesidades, del dios creador tomaba la figura de un hombre, que no podía ser verdaderamente un hombre, porque era un dios, ajeno y remoto. Un anciano de melena y barbas blancas, sentado en una roca, que contemplaba con cansancio el universo mudo.
Sus cabellos eran de siempre blancos. Había nacido anciano y no podía morir. Su soledad era atroz. Aciaga.
Como un dios no puede crear dioses, pensó crear al hombre, para que éste los creara.
Creó entonces la vida. Pero antes de crear al hombre, hizo las culebras, los gérmenes de la peste y las moscas, dio fuego a los volcanes y removió el agua de los mares. Precisaba extirpar el tormento y una cierta cólera que la soledad había puesto en su corazón.
Después realizó una obra de amor: el hombre, y lo rodeó de bienes.
Pero el dios fracasó, porque el hombre creó multitud de dioses que no miraban bien al primero y no sólo se repartieron el universo, sino que algunos de ellos impusieron hegemonías. El mayor fracaso del dios consistió en que podía ver al hombre, pero el hombre no podía verlo a él, no podía devolverle ninguna de sus miradas enternecidas de padre.
El dios quedó solo e irritado. Dejó que los frutos del bien se multiplicaran por sí mismos o por obra del hombre; más no eliminó los males y desde entonces, para manifestar su presencia, se complacía en agitarlos, ora aquí, ora allá. Otros dioses advenedizos le ayudaban..." [Antonio Di Benedetto: "Zama", segunda parte, Año 1794; Clarín, Biblioteca Argentina, Serie Clásicos - Cases i Asociats S.A., Barcelona - Buenos Aires, 2001; p.95]


"...Y entonces ahora se iba, por primera vez descubrió la exacta medida de su tierra, que no había visto nunca, más que como telón engañoso del pueblo y que ahora empezaba a aceptar. 'Es como si en el pueblo todo estuviera mal hecho', pensó, 'de raíz'. Pensó en Manuel que siempre hablaba de Sarmiento y de civilización y barbarie y decía que era el único hombre civilizado de la región, bárbara a su modo, en su inercia y en su muerte lenta. Luis pensaba que en el fondo Manuel deliraba como pasaba con todos los doctores del pueblo y del país que pretendían imponerse a la realidad de antemano, con fórmulas importadas, y que era bastante bárbaro y ciego pasarse el día leyendo en francés y tocando solamente Bach, allí donde el mismo Manuel decía que había cien mil cosas que necesitaban ser dichas y hechas y que esperaban ser arrancadas al silencio"..."...'Hay que hacerlo todo de nuevo', pensó. 'Pero no sé si tengo fuerzas para eso'..." [Germán Rozenmacher: "Raíces", largo cuento o novela corta inserto en "Cabecita negra"; "Cuentos completos", Centro Editor de América Latina, Narradores de hoy, Buenos Aires, 1971; p. 62-63]

viernes, febrero 23, 2007

Apuntes del natural

"Pensándolo después -en la calle, en un tren, cruzando campos- todo eso hubiera parecido absurdo, pero un teatro no es más que un pacto con el absurdo, su ejercicio eficaz y lujoso." [Julio Cortázar: "Instrucciones para John Howell", en 'Todos los fuegos el fuego'; Buenos Aires, Sudamericana, 1968, página 129.]


Ese característico piso de pino, de tablones largos, asentados sobre tirantillos, ocultando la cámara de aire de unos quince a treinta centímetros de altura. Suelo clásico de interiores en cualquier edificio urbano de fines del siglo XIX o principios del XX. El mismo de las habitaciones del viejo departamento de su abuela, construido hacia 1884 y fuera del patrimonio familiar desde una treintena de años. Bueno, lo de incluirlo en el patrimonio familiar es un acto muy generoso. Yo hablaría de 'historia familiar', que es más exacto, pero nuestro hombre postulaba que el ininterrumpido carácter de inquilinos, sostenido desde 1933 hasta 1974, debería considerarse integración del inmueble ajeno a la propia universalidad familiar de bienes, por constituir su uso y goce en algo más que meras prestaciones limitadas en el tiempo de su ejercicio contractual. Otro, decía, tercero reconocido por los habitantes del inmueble como titular de dominio, gozaba los cánones locativos, cuando se acordaba de pasar a cobrarlos. Ellos, los suyos, allí hicieron su historia, entre ladrillos y aberturas legalmente ajenos, bajo altos cielorrasos elevados hasta cinco metros sobre el nivel de los pisos interiores de pino armados sobre tirantillos, y pisos exteriores y de servicios sanitarios y de cocina que también tenían personalidad. Hasta parecían atrevidas obras de arte: baldosas floreadas, con guardas de grecas y de estilizados arabescos multicolores. La luz entraba a las habitaciones, en las primeras horas de las tardes del verano, en forma de nítidos rayos polvorientos, llegados oblicuamente desde los intersticios de las persianas hasta ese significativo suelo de pino, pasando antes a través de los vidrios de las antiguas puertas con pomos de bronce, como queriendo dar la razón a aquellos físicos de antaño, más artesanos que científicos, obstinados en sostener el carácter de 'masa de corpúsculos' de la acaso materia luminosa. Uno podía llegar a sospechar, pensaba nuestro personaje, una misteriosa alianza 'art noveau' entre escayolistas de gran clase, ingenieros y sociedades de amigos de las ciencias.


Para el tiempo en que sucedieron los hechos que aquí nos ocupan, el tipo ya no era aquel niño, y en consecuencia había dejado de ser tan minucioso perceptor de las pequeñas alteraciones del aire, de la luz y del sonido, pero aun así se sabía en su hábitat; podía ahora -cosa que sospechaba vedada a otros mortales- perderse en el suelo de esa su oficina céntrica, alquilada también, sita no en una planta baja del barrio sur sino en propiedad horizontal sobre la galería retratada, por alusiva a uno de los cuentos de la colección, en la contratapa de la primera edición de "Todos los fuegos el fuego", como símil de la galería parisiense de la cubierta roja y negra, donde el rojo hacía las veces de sucedáneo del sepia fotográfico. Le era dado navegar a placer las vetas de esos tablones de pino y, siguiéndolas como embutido en un indestructible kayak del tiempo, comparecer ante los duendes de su infancia. Cada tarde. En cada sorpresa de las volutas de la memoria, reencontraba un olor, una voz, un juguete, un sueño, una caricia. Con frecuencia, llamaban a la puerta o sonaba el timbre del teléfono y se suspendía la ceremonia de saberse siempre fiel a su historia y a su gente. Entonces, se acomodaba la corbata, el peinado a lo despeinado, sonreía ligeramente, y procedía a atender con profesionales cortesía y contracción al trabajo a la convocatoria de la realidad.


Era -así se sentía - nuevamente el dueño del tiempo, como en aquellos años agridulces. Y de cada problema no hacía sino salir más fuerte y menos agrio. No había para él cosa más similar al afamado torrente heraclitiano que esas humildes vetas de madera centenaria afirmadas sobre invisibles tirantillos asimismo seculares, cubriendo una cámara de aire de unos quince a treinta centímetros de altura, subterránea y silenciosa memoria del misterio de los pasos humanos. Las no menos decimonónicas figuras irregulares de los diminutos mosaicos del pasillo, desordenadamente alternados formando masas azules, celestes, ocres, verdes, grises, amarillas, blancas, eran, tras la puerta de la oficina, los musgos, árboles, raíces, terrones, de la ribera. Los focos pendientes de los altos cielorrasos de tiempos idos, otras tantas luciérnagas, que, cuando el sol matutino doraba los ambientes desde las ventanas, se tornaban en pájaros antiguos, fantásticos vigías. Sus días pasaban, más o menos iguales, rápidos y tumultuosos, con ingenua inercia, casi como días de infancia.


(Improvisación de locutorio, como
esta otra. Que su lectura les haya sido leve.)