jueves, octubre 26, 2006

El elefante Trompita, la Ilustración y el neurólogo acaso hippie

"Pregúntese a un científico si cree que tiene derecho a suscribir una afirmación en el campo de la ciencia tan sólo porque le guste, o porque la considere un dogma inexpugnable, o porque a él le parezca evidente o porque la encuentre conveniente. Probablemente conteste más o menos así: 'ninguno de esos presuntos criterios de verdad garantiza la objetividad, y el conocimiento objetivo es la finalidad de la investigación científica. Lo que se acepta sólo por gusto, o por autoridad, o por parecer evidente (habitual), o por conveniencia, no es sino creencia u opinión, pero no es conocimiento científico. El conocimiento científico es a veces desagradable, a menudo contradice a los clásicos (sobre todo si es nuevo), en ocasiones tortura al sentido común y humilla a la intuición; por último, puede ser conveniente para algunos y no para otros. En cambio, aquello que caracteriza al conocimiento científico es su verificabilidad: siempre es susceptible de ser verificado (confirmado o desconfirmado)'." [Mario Bunge, "¿Cuál es el método de la ciencia?", en: "La ciencia, su método y su filosofía"; Buenos Aires, Siglo Veinte, 1985, página 41]

El acaso lector recordará un divertido corto publicitario que emitía la televisión argentina años atrás. En él, para demostrar la pureza de su soda, una conocida marca del ramo ponía en acción a una especie de barrabrava-patovica-cadenero-levantador de pesas-peludo y mugroso-motoquero, directamente salido de la película "Easy Rider", o de un cuadro de "El club de la pelea", que se aproximaba a un sifón, se servía un vaso, tomaba un traguito, y bajo el influjo de "la pureza" del producto se largaba a cantar con voz candorosa, mirando a cámara, "El elefante Trompita", insufrible hit de los establecimientos preescolares de la Patria:
"Yo tengo un elefante que se llama Trompita;
mueve la cabeza llamando a su mamita..."


Imagino que Leopoldo Lugones, Enrique Banchs, Jorge Luis Borges, Manuel Castilla y Alejandra Pizarnik, entre otros, se estremecerán de indignación en sus incómodas tumbas ante la comprobación histórica de lo calamitoso que puede resultar para una comunidad escolar el simple hecho de abandonar un Diccionario de la Rima al alcance de cualquier autor de canciones infantiles convencido de que los seres humanos somos unos entes decididamente estúpidos. Pero no es eso lo que importa aquí.

Si supiera dónde hallarlo, ciertamente enlazaría el 'trailer' de la divertida publicidad, para que quienes no la conozcan de primera mano puedan disfrutar de ella. Pero lo que intento contar es que, recorriendo los enlaces que en el margen derecho de su majestuosa bitácora ha puesto el célebre polígrafo Mnemosine, he descubierto el blog que lleva un periodista celtíbero que responde al nombre de Eduard Punset, hombre -se dice- de convicciones liberales, y, dentro de él, mis escuadrones de búsqueda han detectado esta entrevista al neurólogo Antonio Damasio. Éste, sin perjuicio de cuanto expone respecto del campo de su especialidad, me ha impresionado más en otra faceta, la de psicopedagogo y jurista aficionado. A estos últimos efectos, Damasio, con una inestimable ayudita del amigo Punset, se comporta como un verdadero profesor hippie. Veré si soy capaz de explicarles por qué. Entusiastas de Edward de Bono, de la era de Acuario, curanderos, astrólogos y programadores neurolingüísticos, por favor abstenerse, salvo que se tratare de pseudocientíficas morochas no transexuales de entre 25 y 50 años, de buena planta y decididas a convencerme de lo que fuere a costa de cualquier sacrificio.

"El cerebro, teatro de las emociones", titula don Punset la entrevista, fechada el 11 de abril de 2006 y datada en Madrid. Remítoles a la lectura íntegra de la misma. Efectuada una lectura atenta y empática del diálogo entre ambos respetables caballeros, concluyo que la parte referida a neurología me parece valiosa, porque nos pone en conocimiento de lo que constituiría una serie de avances en el plano de la casi desconocida mente humana (alguna vez un neurólogo me contó que algo así como las cuatro quintas partes de las funciones de la masa cerebral son absolutamente desconocidas en su detalle, lo que explicaría la buena estrella de mitologías literarias en funciones terapéuticas durante tantos años). Pero cuando Punset y Damasio se meten a 'ideologizar' en materia de Psicopedagogía y Derecho, en base a lo que todavía no parece haber sido suficientemente sometido a verificación y/o falsación en ciencias naturales y a reduccionismos filosóficos, la cosa se pone muy divertida.

Al principio no pasan del ameno diálogo de divulgación científica, aunque no exento de rasgos preocupantes para el racionalista, porque no relata el entrevistado, sino el entrevistador. En un juicio, así como hace Punset, yo no podría interrogar a un testigo. La mayoría de las preguntas de Punset son puramente indicativas. Hasta mi finado padre periodista, que era medio nabo, lo hacía mejor. Miren:
"EP: -Al principio de todo, tenemos un estímulo que desencadena una emoción, pero estamos todavía en el cuerpo, ¿verdad? Y afirmas que luego, a través de medios complicados, aparecerá un sentimiento. Y esto ya es un asunto de la mente.
AD:- Exacto."

Según esto, Damasio se deja presentar por Punset como un neurólogo no materialista: la mente no estaría haciendo parte del cuerpo, o sea que los impulsos eléctricos y reacciones químicas que principalmente estudia su ciencia no deben ser reales. ¿Por qué este dualismo? Más adelante ambos charlistas nos informan:
"EP:- Es fascinante porque, en cierto modo, aunque afirmas que las emociones pertenecen al cuerpo y los sentimientos a la mente, cuando explicas los sentimientos, dices que cuando tu equilibrio metabólico, tu fisiología, tu química interna, funcionan bien, entonces surge un sentimiento de tranquilidad.
AD: - Sí, así es. De placer. Porque percibes que tu cuerpo funciona bien. Y cuando tienes miedo, o estás enfadado, perturbas la fisiología normal, creas conflicto, creas falta de armonía, y es entonces cuando percibes que hay algo que no va bien y que ya no funciona."

Nuevamente, Damasio, que es el experto, es más lo que asiente que lo que expone por sí mismo. Preocupante en un científico. Lo que termina diciendo es tan antiguo como el minué, más viejo que la humedad. Eso se sabe desde tiempos de Andrea Vesalio y me arriesgo a decir que ya lo sabría Hipócrates. Lo que me interesaría es que un blog de divulgación científica instara a un neurólogo entrevistado a que me explique concretamente cómo se produce ese fenómeno, y sus causas, si es que efectivamente se produce. No se hace ciencia de las consecuencias salvo para remitirse a la determinación de las causas. Y sería mucho mejor no acudir al dualismo cuerpo-mente, como si la mente no fuera, hasta donde se sabe, la conciencia del funcionamiento cerebral y corporal en general.

No queda ahí el asunto. Síguense una serie de inocentes divagues de corte artístico-gastronómicos (son europeos a la moda de estos tiempos, no hay nada que hacerle). Sólo falta que nos indiquen el mejor restaurante de moda. Pero lo que me interesa es esto:
"EP: -Cuando hablamos de dominar las pasiones, dices literalmente que no puede conseguirse solamente a través de la razón pura.
AD:- Así es.
EP:- Y luego dices que es necesario una emoción inducida por la razón.
AD: -¡Sí, exacto! Hay dos posturas sobre cómo se puede contener la pasión. La primera es la que puede asociarse con Kant, en la que, literalmente, dices que no, y por pura voluntad lo niegas; y luego está una postura que podríamos asociar con gente como Spinoza, o como David Hume, mucho más humanizada, porque se percatan de que la mejor manera de contrarrestar una emoción negativa concreta es tener una emoción positiva muy fuerte".

Así nos informan científicamente: Spinoza o Hume, porque les parece a ellos, son evidentemente más "humanos" que Kant, que comete el pecado de postular en el terreno de la mera Filosofía del siglo XVIII que austeramente se dominen voluntariamente los fenómenos de la emoción, una vez conocidos los fundamentos fisiológicos que lo permitirían. Me temo que se trate, aunque no se den cuenta Punset ni Damasio, de una nueva versión residual de las obsesiones de Max Weber, o - peor aún - de un caso particular del famoso "argumentum ad colleoni", muy popular en América del Sur por su uso en los discursos de apertura y cierre del año académico, del estilo "esto es así, señor Rector, señores miembros del Consejo Universitario, señores profesores, distinguidos colegas, señoras, señores, alumnos y discipulado, porque es como hoy nos sale de los huevos, que vienen a ser nada menos que cuatro, y amparados en tan poderosa fuerza testosterónica nada ni nadie, ni Heracles, ni Teseo, ni Tirant, ni la Armada Brancaleone, ni Luke Skywalker, ni el Toshiro Mifune de 'Los siete samurais', ni el regreso de los malones ranqueles, harán cambiar de opinión en adelante a esta calificada cátedra, que desprecia al sargento Tadeo Isidoro Cruz". No lo dudo. Como tampoco dudo de que un veinteañero mercader experto en 'definiciones solicitadas' les arruinaría el diálogo en cualquier aula de Facultad de la UBA preguntando kantianamente a los eruditos expositores: "-Profe, Profe: ¿qué quiere decir ahí con esa imprecisa categoría de "ser más humano"?XD

Desde ahí el par deriva coloquialmente... ¡a la noción de "contrato social"! Sería muy fuerte decirle a Punset & Co. GmbH que por "contrato social" los letrados solemos entender corrientemente al contrato constitutivo de una sociedad civil o comercial (dos o más personas asociadas para producir), o a una asociación (lo mismo, pero para actividades filantrópicas), o más concretamente a su instrumentación, y que el famoso título del libro teórico político de J. J. Rousseau, otro autor del siglo XVIII, no debe inducir a esta altura del partido a engaño al lego, ni invocarse en vano, sobre todo si se es universitario, porque no hay prueba científica histórica ni antropológica de que el querido Papá Estado haya sido jamás consecuencia del cumplimiento de contrato alguno con sus súbditos menos favorecidos. Los filósofos del Derecho y la Economía se han pelado la mente durante doscientos años, desde la Ilustración, para imaginar situaciones académicas en que se pueda limitar al poder leviatánico o behemótico del referido Papá Estado, tan bien descripto por el malvado Hobbes (aunque éste es él mismo el creador de la mañosa idea de 'contrato social' que luego Rouseeau aprovechara), transformándolo de una entidad basada en la fuerza bruta y el mero privilegio en otra más abierta a la igualdad de oportunidades para ejercer la libertad y disfrutar bienes y servicios muchas veces escasos en relación con el número de miembros. Y entonces me pregunto: ¿postulan acaso estos dos señores que a un barrabrava de fútbol, un matón de sindicato, o un tipo violento cualquiera, un sinvergüenza escudado bajo calculada emoción violenta o descontrol fisiológico ('actio liberae in causa', que le dicen los penalistas), uno puede oponerle el "flower power"? ¿Son liberales de corte hippie? ¿Se vendrá la era de Acuario? ¿Pretenderán que se enseñe en las escuelas a los pichones de ciudadanos a 'ser positivos' como los de la 'programación neurolingüística', o a usar sombreros de diferentes colores para cada materia en que se hayan de tomar positivas decisiones, como postula por ahí el inefable de Bono? Lo cierto es que un neurólogo va a revolucionar, en un diálogo periodístico de divulgación científica, a propósito de unas interesantes nociones sueltas de su especialidad, acaso inaplicables en los hechos, la teoría política y psicopedagógica. Todos los teóricos de la política, desde los más sólidos hasta los más chantas, dedican un capítulo a la instrucción pública. ¿Cómo en una charla de café se la iban a perder?

En el hipotético caso de que algún entusiasta haya sentido, al cabo de la interesante exposición del neurólogo, cuya idoneidad profesional, repito, no hay por qué poner en duda ni tenemos calificación para ello, la necesidad de prorrumpir en estruendosos aplausos y encender bengalas como en la cancha entre emocionados vivas a la Pepa, espero comprenda por qué este muy poco emocional lector llamado Alfredo no hará una cosa ni la otra. A mí los "curriculums vitae" de los profesionales no me impresionan. Ni siquiera un genio en ciencias exactas estará libre de decir algunas tonterías a lo largo de su vida, aun a propósito de temas de su especialidad. Lo malo, como explicaron a su turno Friedrich "Zarathustra" Nietzsche y mi tocayo Jarry, es cuando los zonzos de ocasión se enamoran de la eufonía de sus palabras y se ponen a decirlas con énfasis, llenando a su discurso de una emoción no pasada por el tamiz racional, y así se meten a incursionar en la mera ideología a partir de unas pocas nociones de ciencia natural apenas trabajadas y sin conocer mínimamente la epistemología de las ciencias sociales.

Si, auxiliados con los libros de los señores Wittgenstein, Bertrand Russell, Copi y otros maléficos expertos que han dejado las herramientas apropiadas, pusiéramos en forma de enunciados y silogismos las frases vertidas en el diálogo (ahora entiendo mejor por qué el malvado Popper desconfiaba de Platón y de los científicos de la naturaleza metidos a constatar el efecto social de las voluntades), mucho me temo más que probablemente acabáramos por encontrar al menos un vicio de razonamiento que condujera directamente a la ruina la teoría pseudoiluminista que, para que nos apartemos de toda tentación de creer que la razón es lo que permite hacer mejores a los seres humanos trabajando sobre sus emociones para que no sean cavernícolas irracionales como un fascista, se nos pretende introyectar periodísticamente, rebajándola de "evidente" a mero castillo de naipes, de ciencia a mera literatura. Hay que cuidarse de esta clase de "liberales".

Ya subido a este tren, y puesto mi uniforme de antipático, invoco a San von Mises y al beato Juan Bautista Alberdi para que me protejan y me permito observar lo siguiente: "Kinderfiebel" (abecedario infantil) fue el nombre que donosamente diera el vano charlatán de Tréveris al cúmulo de mitos de apariencia racional que la escuela y el periodismo imponen sutilmente a la masa de sus víctimas para condicionarla, según la conocida teoría socialista del Complot de las Fuerzas del Mal, recuperada en estos tiempos modernos para su uso por las Fuerzas del Bien nominalmente liberales. Ello a fin de que todos cumplan su rol según el plan de ingeniería social predispuesto a través del Estado en un determinado tipo de comunidad compleja que apareció con el desarrollo científico y tecnológico. "Kinderfiebel" el de Karl y, antes que él, el de los liberales del siglo XIX, "Kinderfiebel" el de los marxistas rusos, chinos y cubanos, "Kinderfiebel" el de socialdemócratas y socialcristianos, "Kinderfiebel" siniestro el de los nazis y fascistas, "Kinderfiebel", el de los nacionalistas sin zeta de toda laya que hubo y hay por nuestra América. Menudo "Kinderfiebel" parece, también, este que por vía internáutica algunas personalidades están volviendo a insuflarnos, modificando mañosamente las ciencias a partir del pretexto de divulgarlas para ir poniendo a algunas ideologías e intereses en situación de ser o continuar siendo el ombligo del universo. No digo que lo hagan a propósito. No creo que sean parte de un complot. Lo hacen, simplemente.

* * *

Ha pasado el tiempo, y estamos a mediados del siglo XXI. Un gordo impetuoso, sucio y desprolijo, con la cabeza como un rábano cual el Père Ubu, baja de su cibermotocicleta y encara a unos ciudadanos condicionados desde décadas por la escuela y la prensa para no reprimir sus emociones ni dirigirlas racionalmente, para verle a todo el lado positivo, aunque no lo tenga:
"-Yo-ten-goun-e-lefan-tequese-llama-Trom-pi-taaaa... - va canturreando el obeso - ...Bueno, ahora me pongo serio, loco, que se me está pasando el efecto de la soda, che. La mano viene así: el Gran Hermano me ha designado Delegado de Manzana de la Superpolicía comunal, y les tengo que asignar a cada uno de ustedes un rol productivo o sacarlos carpiendo. No, tranquis, por favor; emociónense en positivo, chabones, que estoy armado y vienen refuerzos. No se apresuren a razonar. Es para bien de todos...".

domingo, octubre 22, 2006

Crítica de críticas

"Y por eso, por ser esta una obra amena, debo resistir la tentación de hablar eternamente de Chesterton, y debo poner fin a este prólogo. No sea que, entre mis análisis, tenga que soltar aquí y allá algunos secretos del enigma, que pongan sobre aviso al lector, y me pase así -sin desearlo- lo que a esos hombres mal educados que andan a todas horas diciendo verdades inoportunas y ahuyentando todas las sorpresas gustosas de la vida." [Alfonso Reyes: Prólogo (1919) a su propia traducción de "El hombre que fue Jueves" de G. K. Chesterton; Losada, Buenos Aires, 1938; página 16]

Hace unos pocos días escuchaba opinar sobre crítica literaria a alguien que sabe más que el suscripto y me explicaba que la tal crítica es lo que hace una buena obra de arte, refiriéndose con "crítica" no sólo a la mera opinión de periodistas especializados o eructitos, digo eruditos. Según el parecer de esta persona, acaso los diferentes grados de aptitud para revisar, corregir, juzgar la perfección de la propia obra y pulirla constituyen un hecho de crítica, y conjugar felizmente tantos puntos de vista diversos sobre un mismo trabajo artístico, el propio y los ajenos, puede ser lo que haga la diferencia entre la categoría de "los grandes artistas" (arbitraria como toda forma del entendimiento) y el resto de los mortales escribientes y leyentes.

Hasta aquí la opinión ajena. Ahora, mis dudas: ¿la crítica consiste en objetivar, o bien en revestir con palabras que reflejan la mirada de otro sujeto, distinto del que escribió y del que lee, la obra que se analiza, recreándola, como parecía ser que me estaban sugiriendo, en cuyo caso estaríamos ante otro hecho artístico?

Acaso para el lector (esa pobre víctima), si leyere primero la obra y luego tomare conocimiento de una cierta crítica de la misma, bien pudiera suceder que otra perspectiva le permitiera terminar de entender aspectos que "se le habían escapado". Pero también pudiera ocurrir que un prólogo o un estudio anexo lo indujeran a leer con los ojos del autor o de un tercero y no con los suyos propios. Es lo que pasa casi siempre con el "narrador omnisciente y omnipresente" de algunas novelas, que pretende señalarnos cómo hemos de apreciar virtudes y defectos de sus criaturas, cuando no nos aplasta, aunque no haya prologado, con un descomunal rodillo de palabras concatenadas en oscuros silogismos.

Por eso será que a mí no me atrae cierta manera de componer y prologar novelas: sencillamente no soy capaz de leer a autores cuya permanente imposición acerca de cómo debemos interpretarlos interfiere con mi propia lectura. Después de todo, mi punto de vista es tan respetable como el de ellos, como mínimo, y constituye también una crítica: la del lector ingenuo, nada menos, que invierte un valioso tiempo de su amable u hostil atención. Acaso, la atención del preciso lector que ese autor merece, que no tiene por qué ser un lector compasivo, sino un lector crítico, un lector re-creador (ya que estamos: la palabra "ingenuo" que acabo de usar indica que se ha nacido y continúa siendo un ciudadano y hombre libre).

Un crítico literario nos hace sentir y ver una obra literaria con otros ojos, opino, sólo si es capaz de ser él mismo un poco artista y abandona en el punto justo la disección técnica o "científica". Se da, muchas veces, el caso de que un crítico eficiente (o el mismo autor-prologuista) nos estropee el disfrute de la re-creación literaria en que consiste la lectura inteligente, la lectura crítica. Es lo mismo que nos sucede con ese amigo que nos cuenta el final de cada película que acaba de recomendar, situación que yo resuelvo, por supuesto, empuñando decididamente mi Mágnum 9 mm. y mi motosierra importada de Taiwán, abrigando la esperanza de que alguno de mis amigos aficionados al cine sobreviva en base a no contarme jamás un desenlace. Otras veces, ciertos críticos, sobre todo los actuantes en medios de prensa, intentan hacernos creer que un evidente torpe es un gran escritor. O que un gran escritor moralmente insolvente debe ser también un gran tipo, porque escribe bien. O que una persona a quien se atribuyen conductas sinuosas es ciertamente un agente del mal, aunque su escritura sea maravillosa y estemos habilitados para apropiarnos de su mundo intelectual al leerlo, conocerlo y recrearlo según nuestro libre entendimiento.

Me permito observar, entonces, que existe algo que un crítico ha de ser capaz de hacer comprender a través de su óptica de "tercer observador": que la aptitud literaria y artística en general no parecen susceptibles de enseñanza canónica ni de explicación. Unos la tienen y otros, no. Cómo se llega a tenerla, será asunto de la Genética y la Neurolingüística, no de la crítica literaria. Y entre quienes poseen esa bendita capacidad creativa, hay quienes la aman y desarrollan profesionalmente sin que ello les represente incomodidad alguna, y hay también quienes la sufren como una maldición o un accidente: simplemente quisieran verse reducidos a goleador de su equipo de fútbol favorito, empleado de comercio o camionero, y poder dejar de lado el ejercicio de la propia idoneidad para la creación literaria. O hacer normalmente su vida y ponerse a escribir cuando les venga en gana, y no cuando reciben un imperativo de origen desconocido que les impone actuar. Lo que no les impide ser creativos y comunicar eficientemente; creo recordar Julio Cortázar describió en distintos momentos, en charlas con periodistas y también en textos de ficción como por ejemplo "Diario para un cuento", su propia vocación, explicando que nunca pudo encarar su oficio de escritor como tal, sino como quien repentinamente se sorprendía a sí mismo, perplejo, ante una hoja de papel, empezando un nuevo escrito.

No pocas veces quienes nos entregan análisis críticos o recensiones proceden menos a debatir modos de expresión que a revestir de exposición de tono intelectual sus propias opiniones sobre la persona que las ha emitido o realizado. Cuando las referencias a éstas exceden largamente la proporción que se dedica realmente al texto comentado, se termina por incurrir en una larga perífrasis del "argumento ad hominem", conducta que en la materia que nos ocupa es grave por dos motivos: puede orillar la falta de respeto, y además puede alejar a otros potenciales lectores del pleno disfrute de una obra que les puede parecer valiosa.

Un apunte breve, que tiene que ver -entiendo- con nuestro asunto: he podido comprobar a través de lecturas, conversaciones y discusiones que determinados escritos no se pueden imitar ni describir completamente en su totalidad porque consisten en la habilidad para crear sin sujetarse necesariamente a la ortodoxia de los teóricos. Claro está que también hay escritos incomprensibles porque adolecen de nihilismo: no se han hecho para compartir la literatura, sino para terminar definitivamente con ella; el lector no ha sido tenido en cuenta al escribirlas, circunstancia que a uno lo mueve a pensar si debieran haber sido publicados. Suele ocurrir que no se pueda gozar de lo escrito por quien no busca comunicar sino limitarse a la mera ingeniosidad. También, que sujetos plenamente conscientes de que nunca podrán escribir en toda su vida más que dos o tres párrafos bien construidos, sabiéndose incapaces de sostener la brillantez de un texto más allá de esos accidentales aciertos, devenidos en críticos ocasionales intenten desacreditar a los que sí tienen las dotes creativas y el optimismo necesario para intentar superarse, acudiendo en sus análisis a planteos de corte más o menos irracional, a inventarse opiniones que los autores criticados nunca han sostenido, a adjudicarse el rol de árbitros indiscutibles del buen gusto y a denigrar a quienes parezcan disfrutar de esa feliz aptitud literaria.

Por eso es que debe uno andarse, en cuanto persona con hábito de lectura, en guardia tanto respecto de los prologuistas y críticos como de sus propias decepciones e incomprensiones. La obra literaria permite compartir el lenguaje de la fantasía ajena y completarlo con la propia experiencia perceptiva. Bueno es desentrañar ciertos mecanismos creativos y comprender mejor el mundo de los otros, sí, pero a nadie en su sano juicio se le ocurriría la ingenuidad de que se puede alcanzar la plenitud de las dotes de Borges, Quevedo, Bécquer o Rulfo por el mero hecho de asistir puntualmente a un taller literario y ser un aplicado aprendiz de las supuestas reglas de estilo. Pareciera que hay en algunas personas tocadas por la buena estrella literaria una aptitud desarrollada tempranamente, un entrenamiento solitario e intransferible, vocacional, que desemboca en un poder de comunicación descomunal.

Llegado a este punto, acudo al conocido consejo de Borges: si uno no resulta ser el lector de un cierto escritor, si alguien nos produce sueño o decepción o nos impresiona como un subproducto de técnicas de mercadeo o modas ideológicas sin sustento artístico, mejor dejemos ese libro; no sigamos leyéndolo porque es famoso, no continuemos porque se lo reputa obligatorio. Acaso sea mejor también no meterse a criticarlo, cosa que también habré hecho alguna vez, porque nuestra alabanza pudiera ser un fraude y nuestra objeción un sacrilegio.

Y ahora, cobardemente, por la derecha del escenario, como hacía aquel León Melquíades de los dibujitos animados, a toda velocidad, huyo del inminente peligro, siguiendo mi estrella, en desesperada busca de mis dos o tres párrafos de ocasional brillantez XD.

martes, octubre 17, 2006

Los argumentos ocultos

"Es decir, el propósito de abolir el pasado ya ocurrió en el pasado y - paradójicamente - es una de las pruebas de que el pasado no se puede abolir. El pasado es indestructible; tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las cosas que vuelven es el proyecto de abolir el pasado." [Jorge Luis Borges, "Nathaniel Hawthorne", en "Otras inquisiciones"; Alianza Editorial, Madrid, 1998, que reproduce la edición Emecé de 1952; página 102]

Numerosos escritores han puesto en algún momento por escrito proyectos de argumentos para narraciones. No pocas veces han resultado incapaces de plasmar textos fundados en esas ideas. Nathaniel Hawthorne, Ambrose Bierce, nuestros Borges o Cortázar, y algunos otros "pesos pesados" de las letras, han dejado bocetos para cuentos o novelas que no necesariamente desarrollaron luego. Como para demostrar que vida y ficción pueden parecerse si ejecutamos el esfuerzo de aproximarlas hasta comprender que todos somos el otro o, como decía el maestro ciego de Kung-Fu, que "un valiente y un cobarde caminan juntos en todo hombre", aquí enuncio algunas posibles ficciones. Cualquier parecido con la realidad presente, pasada o futura, será pura coincidencia. O no. Ahora, Pequeñ@ Saltamontes, pelea con tu sombra... ;-)

1. "LA GRAN BESTIA POP" o "EL ÍCONO MENDAZ": Dos extranjeros se cuentan en el número de los jefes que ganan una contienda fratricida en el Caribe. Uno de ellos pretende ser clemente con los vencidos, y misteriosamente muere. El otro, efectúa ejecuciones masivas previo simulacro de juicio. Al cabo de algunos años es muerto, a su vez, en oscuras circunstancias. Su efigie termina convirtiéndose en ícono que personas ingenuas y políticamente correctas acostumbran lucir en el pecho, estampada en vistosas camisetas.

2. "HÉROE DE LA CLASE TRABAJADORA": El nieto de un conocido médico y diputado conservador llega, al cabo de numerosas peripecias, a alto funcionario de un gobierno de facto. Encarcelado por sus enemigos, proyecta abandonar la política. Una inesperada y multitudinaria reunión popular lo saca de la prisión y lo torna única carta de salvación tanto de sus malvados captores como de los manifestantes. Ese día, o el siguiente, mi abuelo metalúrgico muere. Sin entender nunca del todo de qué se trata este asunto, el político liberado por el pueblo seguirá hasta el fin de sus días pronunciando una y otra vez ante muchedumbres entusiastas, que se glorifican a sí mismas con el pretexto de ese hombre, el mismo discurso hipnótico de tono surrealista.

3. "ODA AL SIESTERO DESCONOCIDO": Der Teufel, popularmente invocado en Alemania por su nombre artístico de Mefistófeles, yendo de paseo por América del Sur, obtiene permiso del Zúpay para operar circunstancialmente en su jurisdicción. Se presenta como fantasía onírica a un santiagueño durante la siesta, y le expone en castellano chapurreado las ventajas de un contrato de adhesión similar al predispuesto para con el doctor Fausto. Al despertar a la víctima para que firme, algo falla. El chango se descubre levitando cerca del cielorraso del dormitorio, desde donde puede mirar su propio cuerpo yacente en el catre y el reloj despertador, en cuya esfera las agujas señalan las 15.30 hs.. Notando que este demonio gringo ignora el ceremonial de las salamancas y avasalla los sacrosantos horarios de la administración pública provincial, tras proferir terribles juramentos en quichua contra los violadores de las normas regionales de etiqueta, regresa sin más a su envoltura carnal y continúa el sueño sin guardar al cabo del mismo recuerdo alguno de tan estrafalaria aparición. Al despertar, se sienta en camiseta musculosa en el lecho, bosteza, se traslada hasta la cocina, se toma un vinito, y eructa. Fundido a negro y fin de la proyección.

4. "EL PURGATORIO PANÓPTICO": Un filósofo se obstina, como sólo se puede obstinar un filósofo, en predicar sin rigor científico que el materialismo consiste en negar a una sustancia entidad cuando el cognoscente no está consciente. Su dogma parte asimismo de la noción de que, si uno se muere, es falso que el resto de entes que integran el universo o realidad permanezcan existiendo mientras no sean destruidos. Publica con frecuencia gruesos volúmenes sobre su especialidad, repletos de lenguaje alambicado y farragoso, en que se deforma mañosamente la tradición filosófica europea. Los años pasan. Entre las elites, el número de sus partidarios crece, más entre personas zafias y fachendosas interesadas en el periodismo y la política que entre eruditos en desentrañar aporías, todo hay que decirlo. El filósofo muere, pasando su cuerpo al estado jurídico de cosa mueble. Mientras sus deudos festejan con unas ginebras en las adyacencias de la casa velatoria, el sabio se sorprende en otro sitio, plenamente consciente, convertido en espectro. Una comisión de autoridades filosóficas cuya obra él se ha cansado de manipular, ahora radicadas en el Más Allá, viene a su encuentro y le informa que en esa región rige la democracia directa, y una asamblea popular de filósofos ha decidido por aclamación mandarlo a meditar al Purgatorio Panóptico, establecimiento desde donde contemplará eternamente con lujo de detalles cuántas cacerolas, sillas, mesas, escudillas, libros, espejos, guijarros, nueces, y otros muchos entes, hasta su propio cadáver incorruptible, yacen minuciosamente abandonados en distintos puntos de la Tierra, fuera del alcance material de todo ser sensible hasta vaya uno a saber qué azaroso cuándo.

Sí, ya sé: la 1 y la 2 son tomadas del natural y demasiado reconocibles; la 3, parece una peli de Leonardo Favio o un cuento de Roberto J. Payró; la 4, barroca y digna de Meyrink o Kafka, tiene un aire a mix entre Swedenborg y el "Cielo de los conceptos jurídicos" de Von Ihering. Pero es cuestión de intentarlo, digo yo. El número de los argumentos posibles dista de ser infinito. Y la ficción, veladamente, con cohesión textual y sin ella, narra con frecuencia la verdadera Historia (también la falsificada), así como en otras ocasiones es la inverosímil y genuina Historia de los anónimos vivientes la que, escondida entre volutas del tiempo, anticipa el sendero que tomará alguna vez la aparente ficción.

(Lástima que Sir Zaar haya largado su blog, porque sería desaforadamente capaz de hacer algo digno, en no más de trescientas palabras, con los argumentos números tres y cuatro)

jueves, octubre 12, 2006

Grandes Fiascos de la Literatura Universal, I : Los ratones del silencio

"La plaga de la literatura inglesa es el esteticismo, como la de la francesa el academicismo, de la española el barroquismo y de la alemana la pedantería." [Luis Cernuda, "Estudios sobre poesía española contemporánea", Madrid, Guadarrama, 1970, nota a pie de la página 181]


Media docena de personas me han tapizado de correos electrónicos en los últimos treinta días reprochándome la ausencia de entradas en esta digna bitácora. Ahora, en represalia, les dejo este texto que rescato «ad hoc» de entre las profundidades de un disquete. Que les sea leve.

La lectura de la novela de Luis Martín-Santos intitulada "Tiempo de silencio" me sumergió en una maraña de palabrería inconducente, como ocurre cuando se recorre cierto tipo de escritos expositivos de pseudofilosofía y pseudociencia. El libro deja, empero, en todo momento la sensación de ser un primer esfuerzo literario de una persona que, no poseyendo ingenio para narrar una historia manteniendo la tensión y el atractivo para el lector, cuenta sin embargo con la posibilidad de superarse en un futuro, si deja de comportarse como un Maestro Ciruela articulista del Espasa.

El estudio que contiene la segunda mitad de la edición de Crítica informa que Martín-Santos, que murió pocos años después de perpetrar "Tiempo de silencio" y acaso hubiera evolucionado para bien, era un médico psiquiatra afín al por entonces clandestino socialismo español, pintoresca organización política que es una simpática bolsa de gatos en el más puro estilo radical o justicialista.

La novela de marras se inserta en las consecuencias de la famosa guerra civil desatada en 1936 y aprovechada por los psicópatas Adolf y Pepe, con anuencia de sus complementarios franceses y anglosajones, para experimentar 'in anima vilis' con la población de la península (análogamente, el científico protagonista de "Tiempo de silencio" necesita para usos profesionales lauchitas blancas de laboratorio). Los sobrevivientes de la contienda, victoriosos, derrotados o tránsfugas, cuando no optaron por emigrar acabaron bajo la bota de un pragmático dictador que no se iba a dejar sacar así nomás el control del Gran Almacén "Don Manolo". Quino, con el almacén del papá de Manolito, apenas si mostró 'la PYME española en acción': la concepción gallega tradicional de lo que pueda ser un patrimonio incluye en la universalidad a otras cosas susceptibles de apreciación pecuniaria no consideradas tales por el derecho occidental moderno, como son las mujeres, los hijos menores de edad, los socios, la clientela y el personal en relación de dependencia. Quien no esté con la Voluntad Todopoderosa del pater familias, está en contra de Dios y la Patria, y lo mismo da si el dominante es creyente, ateo, politeísta o agnóstico.

Determinado el contexto histórico en que el autor compuso su obra sub examine, digamos que la lectura de Martín-Santos resulta, con sus prolijas enumeraciones y sus pinceladas sociólogicas y aun filósoficas, más insípida y aburrida que una versión literal de alguna arenga de Fidel Castro: horas y horas de cháchara insustancial carente de ritmo, llena de retórica pseudointelectual y datos inútiles que ignoran las 'navajas de Ockham', y a los bifes no se pasa nunca. Lo del autor serían los protocolos médicos y las historias clínicas psiquiátricas, matizadas con alguna charla de café, especialmente una de esas en que intelectuales aficionados a meterse en las periferias de la política deciden cómo van a arreglar el mundo por procedimientos mágicos, pero no la composición de buenas narraciones, al menos en ese instante de su vida.

Debo reconocer que si el novelista donostiarra quiso dejarnos un testimonio impresionista de lo espantoso, gris y desconcertante que es vivir bajo una dictadura fascista siendo persona de bien, efectivamente lo consiguió, porque llegado cierto momento de la lectura ya no parece posible deshacerse un solo instante del sabor a muerte, a decadencia, a regodeo del autor en la inmundicia en que sus personajes y él mismo yacen. Martín-Santos no nos narra verdaderamente historia alguna: sus personajes no toman nunca las riendas de sus conductas, no tienen vida, parecen figuras recortadas sobre un fondo de posguerra, amputadas de voluntad y con ecos de tipos literarios convencionales tomados de otros literatos anteriores al segundo tercio del siglo XX.

No se encuentra en "Tiempo de silencio" ni la abierta simpatía por el desgraciado a redimir de Benito Pérez Galdós, ni el malhumor bombardero - poético a veces - del también médico Pío Baroja, ni el poder intelectual del despelotado Unamuno, ni el grandioso barroco legible de ese notable escritor que fuera Inclán. Al no contar ya con la libertad política que se pudieron tomar esos felices antecedentes, el facultativo-narrador hace catarsis describiéndonos un mundo de seres humanos abandonados por las democracias liberales a su suerte, esto es, mostrando cómo unas personas dejadas indefensas a merced de un déspota terminan resultando en todo similares a las desdichadas ratas de laboratorio, y les nace un sentimiento a medio camino entre la resignación y la rebeldía, con algunas gotas de complicidad también, como bien lo sabemos quienes en el secundario y la Universidad tuvimos que estudiarnos la Historia del absurdo régimen monárquico del tiempo de la Colonia y las Repúblicas liberales que lo reemplazaron. Así empezaron sus trayectorias los Hidalgo, Bolívar, Belgrano, Artigas, y siguen las firmas.

Martín-Santos promete mucho, pero - insisto en este parecer - no nos dice realmente nada de lo que nos interesaría saber de la vida de sus personajes: sus marionetas no actúan, no cobran vida propia, casi ni sugieren rumbo a sus acciones futuras, son apenas un pretexto para nuestra inmersión en un estado de ánimo del autor y unos tipos sociológicos que convienen a su ideología. Como estaba componiendo una novela, acaso el psiquiatra-autor haya supuesto que su discurso debía escindirse en numerosos personajes-voceros. Pero la narración no la escribe Baroja, ni Inclán, ni Unamuno, ni Galdós, y los personajes supuestamente centrales de "Tiempo de silencio" son como sombras de la muerte o multiplicaciones veladas de un narrador omnisciente, y los secundarios suelen parecer meramente decorativos, puestos ahí para completar la escena naturalista, semejantes a los extras del cine de Cecil B. De Mille y sus continuadores. Se nos insinúa lo que nunca se nos da, al punto que los mejores momentos de "Tiempo de silencio" son verdaderamente cinematográficos y no literarios, en forma de instantáneas de ese típico cine español de corte folklórico y de denuncia que huele a muerto y caduco, y en blanco y negro. Víctor Erice al menos fotografió excelentemente su somnífera "El espíritu de la colmena" en tenebrosos colores; lo de Martín-Santos es más bien como el "Tierras sin pan" de Buñuel y Ramón Acín, pero por escrito. Y con la ventaja para éstos de que su trabajo era realmente un documental sobre la miseria humana.

Para el caso, como en los textos del insufrible Cela, todo se percibe como fragmentario y "light", sólo que Luis demuestra, a diferencia de Camilo, tener latentes ciertas reales aptitudes literarias para acaso mejorar lo presente si la vida se lo permitiere, lo que finalmente no sucedió. Es el de Martín-Santos en "Tiempo de silencio" un trabajo de literato principiante metido en camisa de once varas, de científico que intenta expresarse como artista, de intelectual tan imbuido de culebrones decimonónicos, prejuicios cientistas, necesidad de exhibir su cultura e impulsos contestatarios reprimidos, como incapaz de superar, a la hora de poner en el papel el fruto de su ingenio, a los convencionales ambientes de tinieblas modelados por artistas anteriores de menor cuantía como por ejemplo Vicente Blasco Ibáñez.

Martín-Santos no consigue pasar del costumbrismo impresionista, rasgo que, salvo en ciertos casos excepcionales como el de Cervantes o determinados períodos intelectualmente fecundos como 1874-1936, suele ser el único sobresaliente en los novelistas españoles, y su trabajo, de no ser por el poderoso efecto de 'ambiente dictatorial' que comunica pero a la vez causa rechazo al lector, se diluiría en meros revolcones en el seno de sustancias gelatinosas y fétidas, paseos de turista por parajes urbanos miserables de los que felizmente se puede uno retirar a tiempo tras mirar lo mal que viven los marginales, interpretaciones arbitrarias de psiquiatra y escarceos tibios con la liviana filosofía orteguiana. Una especie de Castelnuovo, Stanchina o Barletta a la española, en definitiva. Más culto, eso sí.

Acerca de Ortega, a quien se encuentra dando una conferencia en algún episodio de "Tiempo de silencio", y su perniciosa influencia sobre los pueblos de idioma castellano, es conveniente leerse el impiadoso ensayo catártico de Patricio Canto intitulado "El caso Ortega y Gasset" (Buenos Aires, Leviatán, 1958). Aunque Canto es, según se deduce de su devoción por el ideólogo de Tréveris tocayo del gran Groucho, marxista, circunstancia que, cuando se refiere al político y no al cómico que encarnara a Rufus T. Firefly, suele constituir otra manera elegante de exhibirse y no ir jamás a los bifes. No sabemos qué camino tomó la vida de Canto luego de los cincuenta; si alguno sabe qué fue del perspicaz don Patricio, cuéntelo en los comentarios o calle para siempre. Lo cierto es que al menos, en vez de dar vueltas y más vueltas acerca de lo mismo sin decir nada, este es de los nuestros y en ejercicio de su indignación de lector defraudado efectúa inteligentes apostillas (y, a veces, innecesarias generalizaciones) en contra del famoso periodista madrileño.

Hablando de pasar a los bifes, sigamos con el verdadero asunto de esta maléfica entrada. No pocas veces, el enredo con las palabras en que se mete el pobre Martín-Santos es tan espantoso que la prolongación inconveniente de una escena acaba por mantener suspendidos a sus personajes en una especie de República del Limbo. Antes que narrar directa o indirectamente una historia que promete, a partir de desarrollar mejor los caracteres de algunos personajes, prefiere hacerse ver intentando agotar el idioma, ocupando él mismo el centro de la historia en vez de dejarlo a sus personajes, y limitándose a usar estereotipos ya gastados procedentes de la novela naturalista del último tercio del siglo XIX.

El esfuerzo de Martín-Santos por acumular arcaísmo o erudición y posar de hombre culto es tan innecesario como el de Enrique Larreta en su merecidamente olvidada "La gloria de don Ramiro". Ocurre con esta clase de escritores experimentales que me provocan algún grado de rechazo. Para no irnos a ciertos franceses que se creen que cualquiera puede ser Jarry impunemente o a casos como el del otro yo de Joyce que escribió "Ulysses" o "Finnegan's Wake", y para no salir de Gallegolandia, recuérdese por ejemplo a Góngora haciéndose el difícil intentando gustar a pedantes mecenas acaudalados e influyentes que pudieran tirarle unos mangos (cuando escribía por amor o placer era de lo más sencillo y eficiente) y al antipático pero ingenioso Quevedo haciendo lo propio con el valor añadido de que ciertos españoles como él son retorcidos y de enrevesado genio por naturaleza infantil. Así describió al anteojudo, allá por los setenta, en una serie de cuatro magníficos sonetos ("Yo, Quevedo"), Orlando Mario Punzi.

"Tiempo de silencio", cuya lectura me fue recomendada en marzo de 2004, me aburrió de manera decepcionante. La supuesta "gran novela española de posguerra" no resultó ser tal, sino una de esas rarezas literarias para consumo intelectual de los llamados "friquis", que no dudo habrán escrito largos ensayos y tesis doctorales para explicar la acción y el sentido que todo ser racional añora en el texto que el autor plasmó. La obra del facultativo era para mí, como para casi todos los latinoamericanos no especializados, una perfecta desconocida, como que ni en los manuales de literatura de este lado del charco consta, cosa que indignaba a la autora de la recomendación, una de esas personas que sobrevaloran la importancia de los esquemas narrativos o 'técnicas' por encima de la natural fluidez del estilo que los lectores no imbuidos de los prejuicios que, como parte de la formación profesional que brinda, inculca la Facultad de Filosofía y Letras, ponemos en primerísimo lugar. El digresivo Miguel de Cervantes, divertidísimo contador de historias disparatadas de voluntades entusiastas sin rumbo fijo, iniciador de la línea continuada por Panchois Rabelais o Laurence Sterne o algunos norteamericanos, hubiera estado completamente frito con lectores de esta índole. Una escuela de deportes no puede fabricar a Maradona o Pelé, e igualmente un taller literario no puede producir a Borges o Stevenson, para desesperación de los conductistas extremos. Rin Tin Tin mata Pavlov, para decirlo en términos de juego de naipes. Lo que Natura non da, Salamanca non presta, por mucha cultura que uno acumule y muy inteligente que se fuere.

Un tercio de la edición de Crítica, la que adquirí para leer la obra, está ocupado por un ensayo crítico sobre el autor y su obra y por notas eruditas y un vocabulario. Sí: notas eruditas y un vocabulario, precedidas de un ensayo. Porque a diferencia de Baroja, por ejemplo, hábil industrial de la novela que apuntaba a contar una historia a un gran público y prefería no meterse con palabras que no se oyeran en el lenguaje común y ahuyentaran a los lectores, Martín-Santos abusa de las rarezas lexicográficas y de la exhibición de lenguaje técnico de las ciencias y otras referencias hipercultas. Su lectura requiere más explicaciones al lector ingenuo que la de Bartolomé Torres Naharro, Soto de Rojas, Trillo Figueroa o un poema japonés de la época del Shogunato Tokagawa, por no incluir a las ilegibles listas-memorandum destinadas a efectuar compras en el almacén que componía, con caligrafía proletaria, una de mis abuelas, no diré cuál de las dos.

Imaginen, por ejemplo, que el patán letrado autor de estas impertinentes líneas tratara circunstancialmente en un texto literario de la noción de 'obligación'. Si procediera como el Doctor Martín-Santos, entonces no debiera dejar pasar la oportunidad para destacar que todo buen Licenciado en Derecho (servidor) hará una tajante distinción, para nada semántica, entre "obligación", "deber" y "carga". Que la denominada "obligación" no es sino el enunciado matemático en que se parte de la existencia de: a) una fuente (F), que puede ser un contrato, una ley o un hecho al que se otorga un efecto jurídico determinado para ciertas personas; b) un "obligado" o "deudor" (D) y c) un "acreedor" (A), sin contar que además ha de existir, como requisito "sine qua non", d) una "prestación" (P) o actividad o abstención del deudor a que da derecho la fuente. Y el enunciado, en letras, porque se puede extender en símbolos, sería entonces más o menos este: "Dada F, debe ser P de D a favor de A, quien puede (o no) exigir".

Obviamente, si tal digresión ocurriera, como acaba de ocurrir, mis hipotéticos lectores me dirían: "pero, Alfredo, (CENSORED), ya sabemos que te graduaste de abogado, (CENSORED) haciéndote el jurista de nota, (CENSORED) contanos de una vez qué pasó al final con el tipo ese que se obligó a entregar una libra de su carne al usurero veneciano (CENSORED-CENSORED-CENSORED)". Eso sin considerar que si en la vida real quien estas líneas escribe trajera pedantemente el enunciado matemático de marras a consideración de sus clientes, éstos se buscarían sin más trámite otro abogado para cobrar el cheque o eludir su pago; creerían estar en presencia de Ramtés, el Hombre Mirando al Sudeste.

Hecho este paralelo para dar a entender mejor el por qué no me ha gustado un comino "Tiempo de silencio", concluyo que, en comparación con el proceder de Martín-Santos, resulta que el Góngora de las "Soledades" o el "Polifemo" sería más comprensible para el lector no iniciado aun sin el celebrado esfuerzo de Dámaso Alonso, que hacia 1927 contrajo la calvicie en plena juventud intentando poner al alcance del gran público los arcanos del "archipoeta de Córdoba". Opino que Alonso, buen poeta él mismo, se inventó "schwobiana y borgianamente" muchas de sus notas eruditas para hacerlo quedar bien a Góngora, del mismo modo que algunos elogian con artificiosos fundamentos la novela de Martín-Santos porque será políticamente correcto.

Dos veces intenté llevar a cabo la lectura íntegra de "Tiempo de silencio" y sus comentarios, con fatiga no exenta de la esperanza de ser capaz de encontrarle otro sentido que la mera descripción de un estado de ánimo sociológico a la acumulación de ripios y palabras en desuso del novelista español. A la tercera, tercer desistimiento en tres años, y conclusiones que aquí tenéis, damas y caballeros, de cuerpo presente. Tengo sueño todavía, y ya se me hizo largo para bostezo: aquí concluye el sainete; perdonad sus muchas faltas.

[Luis Martín-Santos: "Tiempo de silencio"; Crítica, Barcelona, 2000; 291 páginas]