Solemos actuar como depositarios de nuestra parte alícuota de la memoria colectiva. Nuestros escondrijos favoritos son estanterías, cajones y otros sitios todavía más oscuros e infames. Y así protegidos de nuestra propia percepción, porque ya no somos los lejanos e inocentes seres que los disfrutaron ni los mismos que -tratando de tapar el Sol con un harnero- los han guardado, subsisten libros, antiguos juguetes, ropa que ni pasó a quedar chica ni se gastó demasiado, un vinilo de los años setenta, una revista, una carta, una foto, un dibujo, un objeto cualquiera que representa un instante de felicidad y sirve para evocar nuestra mejor predisposición a percibir el mundo; desde unos años a esta parte, también el disco duro de la computadora cumple en parte esa catártica función de ayuda memoria.
Lo cierto es que cada vez que tropezamos con esos restos de nuestra experiencia, con ese testimonio de nuestra suerte, esos jalones de nuestro destino, revive el que fuimos y ya no somos. Solemos pasearnos por la vida engañados, imaginando que somos siempre la misma persona sólo porque es nuestro mismo cuerpo el que atraviesa biológicamente el tiempo que nos ha tocado en suerte andar.
A los de cierta edad, ni muy jovatos ni demasiado juveniles, nos corresponde vivir una época en que las más felices vivencias empezaron a quedar en el rincón de los recuerdos. Las reflexiones y sentimientos que tenemos guardados en algún cajón, carpeta o disco son dignas de ser compartidas hasta con quien no lo merece. Es una manera de sentirse más rico y más digno. Acaso la mejor satisfacción para cualquier ser humano sea reconocerse en las reflexiones de otro, o encontrar la manera de completarlas con las propias.
¿Y todo esta lata para qué y por qué?. Porque sí. Porque hace bien imaginar que todavía cada uno de nosotros recuerda su mejor voz.
Ahí va el primer diamante. Lo descubrí dentro mío en un ciber, una vez que debía contestar a alguien me había empezado a contar por correo electrónico sus propios diamantes. Lo escribí en quince minutos, y le quito apenas una frase final que daría la persona y localización geográfica de la destinataria:
- Septiembre de 2003
LABERINTOS DE LA MEMORIA
Ahora estoy muy cerca, en la misma vereda, del Pasaje Barolo. Intentaré ser Virgilio o Beatriz Portinari, y darte ánimo para la aventura de salir de los infiernos y purgatorios de la memoria, cosa que siempre hace falta.
Cuando yo era un niñito que recién se estrenaba como porteño, se suponía que iba a acabar como niñito caribeño. Mi padre había viajado a Panamá y Colombia, por razones de su trabajo de periodista y locutor, y, mientras esperábamos el momento oportuno de viajar a esos lares, comencé a cursar la primaria en la escuela, estatal y mixta (como correspondería entre gente sensata) del barrio de San Cristóbal. La escuela de la calle Inclán (por un gobernador Inclán de tiempos de la Colonia, no por el escritor), llamada Profesor Felipe Julio Picarell (me acuerdo y todo), con un hermoso frente de piedra, es hoy - reorganizaciones administrativas del municipio mediante- un depósito del consejo escolar de la zona. Cosas que pasan.
La ida, de la mano de mi abuela materna, era atractiva para un chico: cuesta abajo, las calles de San Cristóbal descienden hacia Parque de los Patricios y Pompeya, en dirección al Riachuelo. Geografía irregular de calles con adoquines de fines del siglo XIX, yendo desde una casa (la de mis abuelos) construida en 1884, muy apta para leer a tipos como Bradbury, te lo aseguro. Claro que eso lo comprobé después.
Volvamos al asunto: el camino hacia la cultura era inevitable, toda vez que era cuesta abajo, y a las autoridades escolares no les iba a costar mucho trabajo obtener mi concurso. El regreso desde esa casa de la cultura era más penoso para piernas de seis a siete años, cuesta arriba, por ese ambiente mágico que todavía conservaba por el camino, convertido en un taller mecánico, a un viejo corralón destinado a guardar caballos. Un "Livery Stable" de película de malevos. Por el camino, las aldabas de bronce de las casas del Sur. Y en mi casa, y en la de cualquier amigo, los patios del sur, adonde el Sol describe su larga recta al declinar el día, que decía un amigo nuestro.
Lo que recuerdo de esa escuela es la merienda, pan tierno con dulce de leche, o mermelada, o manteca, sánguches de jamón y queso, o salame y queso, mate cocido con leche, algún alfajor o empanada para las fiestas patrias o municipales.
Años 1969 y 1970. Años progresivamente enrarecidos. Las golondrinas y las palomas se veían en los patios de la escuela, y en los cielos del antiguo barrio de casas bajas. Y en la Plaza Martín Fierro, donde había tobogán, sube y baja, arenero, fuente, y una calesita. Y en el Parque Patricios.
Hasta se oía cada tanto al caballo de algún botellero golpear con los cascos los adoquines. "plac, plac, plac".
El Hombre llegaba a la Luna. El Hombre siempre está en la Luna. El Hombre suele confundir sus ilusiones con pagarés, suele decir el amigo Dolina. Los niños también. Pero tienen buenas excusas...
Me salió bastante bien , para ser una improvisación de locutorio.
Espero sirva para ayudar a la memoria emotiva...
[Posdata de agosto de 2004: A mí me ha servido para comprender por qué Borges recogió esa idea según la cual somos como sueños.]
[Vano amontonamiento de palabras en el polvo cósmico del infinito]
sábado, febrero 26, 2005
Diamantes: "Laberintos de la memoria"
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
2 comentarios:
¡Gracias! Así es más fácil el trabajo.
Y cuando esta magnificamente escrito, ¡mejor!
Saludos
De nada. Vi este comentario de casualidad. Gracias por meter uno en la única entrada (creo) sin ellos.
Ya me apareceré por tu página.
Saludos
Publicar un comentario