"Cada hombre llega con su suerte, y se va con su destino" (de los diálogos finales de la extraña película "El general y la fiebre", de 1993)
Existen, o creemos que existen, secuencias de días "negros", de esos que nos dejan la sensación de ser entes aislados de nuestros semejantes y distanciados definitivamente de los fines de la vida. Esa era la preocupación de algunos sabios de quienes hemos venido hablando en entregas anteriores de este blog: la melancolía de quienes sufren por su historia.
Allá por 1983, alguien -modelo 1945- me dijo en una conversación amistosa haber comprendido que recién a partir de los treinta y cinco llega o principia el momento en que la mayoría de los seres humanos llegamos a aprender cómo distinguir lo que voluntariamente pretendemos de la vida de lo que otros, con diferentes intenciones, a veces sanas y otras patológicas o perversas, quieren hacer de nosotros. En una palabra, que recién a partir de entonces, aunque nos pueda desconcertar el momento preciso en que descubramos esa circunstancia, estaremos en condiciones de hacernos cargo verdaderamente de nuestro destino. Que hasta ese momento somos casi un borrador de adultos.
El sujeto acaso omnipotente que era por ese entonces el blogger suscripto, descreído de semejante sentencia de jovato depresivo enunciada con pretensiones de verdad universal, desechó la afirmación por parecerle una típica tontería de tantas que sueltan personas que se sienten injustificadamente derrotadas. Pero entonces no había aprendido yo cuántas veces en la vida uno habrá de aprender a renacer de sus cenizas ("como el Gato Félix", según la humorada de barrio) de la forma que buenamente pueda. Es que estamos sujetos a la física y la química, somos materia. Y todo cambia, y cambiamos nosotros mismos, por lo que hemos de estar debidamente atentos a emplear nuestra sensibilidad e inteligencia (medios al servicio de los fines de la vida, y no joyas para lucir e ir por el ancho mundo posando de "intelectuales brillantes") para navegar el río heraclitiano sin permitir que sus permanentes torbellinos nos hundan o nos arrastren a los precipicios de sus cataratas y rápidos, siempre sorprendentes.
La esperanza, esa mendiga desdeñada sistemáticamente por cierta clase de personas que dedican sus esfuerzos a matarla en los demás para luego poder venderles recetas de falsa felicidad eterna exenta de aprendizajes dolorosos, la esperanza, decía, hace mucho, muchísimo, para que sigamos adelante con nuestras vidas, en especial cuando nos toca "una de esas secuencias de días negros": el laburo, los vecinos, los familiares, los amores, las deudas, tienen esa cualidad catártica de movilizar en profundidad nuestra percepción e inteligencia.
Sólo a partir de determinada cantidad de vida asumida, al punto de empezar a dejar definitiva e inexorablemente de ser jóvenes, comenzamos a entender cómo navegar los ríos del pensamiento y la relación con nuestros semejantes a nuestro modo, según nuestra verdadera esencia, compartiendo las aguas siempre que se pueda y remando a solas si fuere necesario para salvar nuestro destino. "Los caminos de la vida", como dice esa cumbia tan de moda el año pasado, nos llevan a veces por los senderos menos cómodos, pero la gente que sabe que el dolor y el desaliento son parte de la vida, esa gente se la banca.
No hay que dejar nunca de estar a la expectativa de que el minuto siguiente al presente resulte inesperadamente mejor. A mí, al menos, los mejores hechos de mi vida siempre me ocurrieron porque me los encontré teniendo los sentidos bien dispuestos, nunca porque los buscase como un deber. Algunos me querrán matar después de leer esto, pero me desconciertan las personas que se pasan todo su derrotero vital persiguiendo metas fijas, obsesivas e inexorables, que anuncian a los demás como el manifiesto destino colectivo simplemente porque es lo que a ellos les viene bien. Como tantas veces han dicho los poetas, el horizonte existe y se ve, pero es móvil. Hay que caminar hacia él, pero no hay que permitirse seguir siendo tan otario como para imaginar que nos espera inmutable e idéntico a nuestra idea de lo que el horizonte es. Será tal y como lo encontremos al llegar a destino, y deberemos -otra vez- hacernos cargo de la situación.
Lo inesperado y sorprendente del curso de esta vida permite conservar siempre la esperanza, y es por eso que me gusta ese personaje de Chandler, Philip Marlowe: no es que todo le dé igual, sino que acepta adultamente que los mejores no son siempre los brillantes, sino quienes se limitan a ser ellos mismos y en tal carácter "le ponen el pecho a las balas"; los que navegan como buenos timoneles y aceptan los riesgos que el río traiga, no los que quieren disfrutar permanentemente sin ninguna clase de sufrimiento. La terraza de Epicuro es muy linda, pero a veces debemos cruzar estoicamente por el basural y las calles donde duermen los sin techo para poder llegar a nuestro acogedor hogar. Y papá y mamá o quienes ejercieron de sustitutos ya no nos protegen después de cierta edad, y no tenían por qué seguirlo haciendo: ahí fuera acechan los lobos, pero tampoco uno va a dejar de cruzar el hermoso y misterioso bosque por el cagazo que le provocan los aullidos. Ya no, por lo menos quien les habla. Aprendí que aquel cuarentón de los primeros años ochenta decía bien, y también uno, cuando sabe quién es y qué es razonable esperar de los demás, puede hacerse amigo de algunos lobos (lección inaprendida por ciertos elementos que imaginan que si cierran los ojos lo feo del mundo ya no está presente y entonces no nos alcanza). De esa asombrosa circunstancia nacieron el Derecho y la Economía modernos, y con ellos los disfrutes, permanentes u ocasionales, abundantes o escasos, que podemos gozar.
Me temo que los amigos, los amores y las lealtades en general, por mucho que uno cambie a lo largo del tiempo que le ha sido otorgado para su paso por este mundo, no se pierden, sino que (como sospechaban Pascal y Lavoisier, y ratificó Einstein) se transforman, como la materia y la energía, y uno no puede evitar llevárselos puestos a todos los lugares por donde pasa.
Afectos y lealtades familiares y amistosas al margen, hay algunas personas en especial que llevo muy especialmente dentro mío por su significado, aunque hoy se hayan transformado en otras tan distintas de las que fueron conmigo que acaso sea preferible nunca volver a saber de ellas, o por lo menos no volverlas a ver. ¿Recuerdan este post?. Con él inicié hace cosa de un mes el blog. "Todos navegan conmigo", dije. Aunque estén muy lejos en el tiempo y el espacio. Todos seguirán navegando conmigo, aunque hayan cambiado y no los entienda. Son parte de mi historia, y la memoria es la historia. Somos memoria y sentido crítico. De a ratos somos capaces de ejercerlos.
Buenas tardes, buenas noches. Buenos días tengan mañana. Respeten el azar, pero no dejen nunca el timón ni las velas en manos de la suerte, una vez que, ya cuarentones hechos y derechos, conozcan la forma probable de sus destinos.
Post Scriptum: A fin de 'desalentar al desalentador', a esos "destructores de esperanzas ajenas" a que aludí unas líneas más arriba, aprovecho para dejar constancia de que este blog me está saliendo muy bien, que he disfrutado la compañía de espléndidas damas dotadas de formidables cualidades morales e intelectuales (venir e irse ;-) ), y que también he plantado algún árbol hoy robusto y floreciente.
Así que las amarguras, con una cínica sonrisa a lo Diógenes, se las dejo a ellos: córranse y no nos hagan sombra, muchachos. Oportunamente, cúrense la cirrosis...
[Vano amontonamiento de palabras en el polvo cósmico del infinito]
sábado, marzo 12, 2005
Nuestra conciencia y el tiempo: destinos azarosos
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2 comentarios:
Bueno, este cuarentón te dice que está totalmente de acuerdo.
Lo suponía. Me alegro.
A propósito de un comentario tuyo en un post anterior: es verdad que la selección de CDs era mucho mejor en tiempos del U$1=$1. Pero aún se puede encontrar por ahí, for example, algún que otro compacto sobrante de una colección de hace una década atrás llamada "Blues", española, de Ediciones Altaya (esas de fascículos con CD incluido), entre los cuales anda por supuesto el viejo amigo John Lee. Hay que buscar estoicamente en los quioscos del subte y las librerías de segunda mano, y luego disfrutar epicúreamente. A veces hay suerte.
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